Dragones Negros | Capítulo 11

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11.
Torre

 

Baltar aguantó la respiración y, sin separar la espalda de la pared, se aproximó lentamente al apagado resplandor que surgía tras el recodo. Sus manos agarraban nerviosas el hacha, humedeciendo el cuero que recubría el mango. Ya en la esquina, se asomó con cautela para ver qué se ocultaba tras ella, y solo vio otro pasillo desierto. Con gran alivio, se secó el sudor en la camisa y reanudó su camino. No recordaba las veces que se había visto forzado a repetir esa rutina, temiendo por su vida en todas y cada una de ellas: diez, cincuenta, puede que cien. Se le hacía difícil también acordarse de la última vez que vio la luz del sol, justo después de que esa maldita elfa les salvara a él y a los críos y, con un movimiento de brazos, unas palabras extrañas y un fulgor azulado, hiciera que el mundo se volviera del revés.

 

Cuando la luz azul desapareció, Baltar abrió los ojos y el mundo recuperó su solidez. Su cerebro tardó unos momentos en asimilar el cambio de escenario y su estómago los aprovechó para purgarse. Cayó sobre manos y rodillas y vomitó hasta que tuvo la sensación de haberse vaciado por completo. Revitalizado, se limpió con el dorso de la mano y observó a su alrededor. Los verdes bosques en los que no hace ni un instante se encontraban habían sido sustituidos por una tierra ocre, cubierta por un cielo grisáceo. Aunque ellos pisaban terreno firme, estaban rodeados hasta donde alcanzaba la vista por aguas turbias preñadas de matorrales y pedruscos. Encontró a su nieta a su lado, contemplando el paisaje con asombro. La cogió de la mano mientras Brad se les unía.

—¿Estáis bien? —les preguntó.

—Sí, abuelo.

—Estupendamente, viejo.

Baltar asintió. Podía sentir sobre su espalda los ojos del último miembro del grupo.

—¿Qué nos has hecho? —le preguntó—. ¿Dónde estamos?

—Os he salvado —contestó la elfa oscura—. Creo que coincidirás conmigo en eso.

—Puede —dijo Baltar—. Pero, ¿cómo?

—Sencillo: mi raza posee una habilidad de camuflaje única en Vitalis. —Mientras la elfa hablaba su cuerpo fue alterando su composición cromática hasta confundirse con la de su entorno, haciéndola invisible al espectador desprevenido—. Este «encanto» me facilitó acercarme a esos hombres, y así…

—Me refería a nuestra huida.

—Oh, eso. —Al desvanecerse el encantamiento, el cuerpo de la elfa pareció regenerarse a partir de las partículas de aire y luz que le rodeaban—. Un simple hechizo de teleportación. Siento la brusquedad pero debíamos desaparecer antes de que llegaran los refuerzos.

Magia. Como buen enano, Baltar recelaba de las fuerzas sobrenaturales. Para su pragmática raza, no eran más que ilusiones baratas para engañar a los débiles de mente o, en el peor de los casos, energías malignas que no podían aportarles nada bueno.

—Mi carro, mis caballos…

—No pude traerlos con nosotros, demasiada masa podría forzar mi capacidad y provocar unos resultados nefastos —contestó Ámbar—. A estas horas, habrán pasado a ser propiedad de la guardia.

Baltar cerró los ojos. En esos carros transportaba sus esperanzas de una vida mejor para su nieta. Solo había sido capaz de salvar una pequeña bolsa con las riquezas justas para comprar un nuevo vehículo, y quizás un caballo, poco más. Todo el trabajo de los últimos años desvanecido en un instante.

—Gracias —dijo—. Por salvarnos. A todos.

—De nada, pero me temo que no se trató de un gesto desprendido por mi parte: como dije antes, necesito que me ayudéis.

—Por supuesto, intentaré corresponderte de la mejor manera posible pero, como puedes ver, mis recursos se han visto bastante mermados.

—No es nada material lo que necesito. Nada que tú poseas, al menos —fue la críptica respuesta—. Necesito de tus habilidades para un servicio.

Baltar arrugó el rostro.

—¿Qué clase de servicio?

 

No contar con una antorcha limitaba su percepción del espacio. Los pasillos, de paredes compuestas por roca viva sin adornos de ningún tipo, parecían extenderse durante millas, y estaban iluminados por la fantasmagórica luz generada por inquietantes plantas luminiscentes. Hasta aquel momento no se había cruzado con nada ni nadie, y confiaba en que dicha situación se mantuviera: más que en una construcción, parecía estar en una madriguera y, si aquel era el caso, Baltar no tenía ninguna prisa en conocer a sus habitantes; se limitaba a tratar de completar su tarea lo más rápidamente posible, siguiendo para ello las únicas indicaciones que poseía sobre la forma de hacerlo. Indicaciones que, por desgracia, solo él podía seguir.

 

Ámbar le indicó que se girara, y así vio la torre. Su pulida superficie color marfil contrastaba con el omnipresente gris del entorno, dándole el aspecto de un diente completamente sano surgiendo de una encía putrefacta. Medía unos tres o cuatro pisos de altura, sin ventanas a la vista, y estaba rematada por un tejado desprovisto de almenas o rebordes. Un prisma pentagonal totalmente liso, ligeramente más ancho en la base que en la cima.

—Dentro de esa torre está el objeto que necesito que me traigas.

—No acabo de entender —repuso Baltar—. ¿Por qué no entras tú misma a cogerlo? Podrías teloportiar…

—Teleportarme —le ayudó—. No, no podría. La naturaleza de la torre dificulta la práctica de la magia en ella. Mis hechizos son inútiles allí dentro.

—Aun así. Has demostrado ser mejor guerrera que nosotros tres juntos, ¿para qué nos necesitas?

—No es buena idea llamar la atención en su interior, la torre posee medidas de seguridad que lo desaconsejan. —Ámbar bajó la mirada hacia Baltar—. Debes entrar tú, un enano.

—Como puedes observar —continuó la elfa ante la visible falta de convencimiento de su interlocutor—, no existen ventanas, y dentro la iluminación es escasa. Quien entre necesita poseer una buena visión nocturna y ser capaz de orientarse sin la ayuda de los cuerpos celestes. Vuestra raza, tras eones viviendo bajo tierra, ha desarrollado esas características hasta hacerlas innatas.

Baltar observó de nuevo la torre. En efecto, no se veían oquedades de ningún tipo, lo que le llevaba a:

—Tampoco hay puerta.

—No. Yo puedo teleportarte a su interior, y una vez consigas lo que quiero regresarás al punto de partida y te sacaré. Por eso debo esperar fuera.

A Baltar no le gustaba aquella situación. Ahora mismo estaban mal pero una incursión en una extraña torre, en busca de quién sabe qué, solo podía empeorar las cosas.

—Te pagaré a la vuelta.

—Si vuelvo. —Baltar miró a su interlocutora—. Lo siento, no voy a hacerlo. Agradezco mucho tu ayuda, pero no puedo arriesgarme a no volver, mi nieta me necesita.

—Yo también lo siento, pero me temo que no tienes elección.

Baltar se envaró al oír aquello.

—Ha sonado a amenaza.

—No era mi intención, pero piénsalo: estáis sin dinero, hogar ni medio de transporte. ¿Cómo piensas ayudar a tu nieta y al chico así?

—Nos recuperaremos —dijo Baltar—. Tengo algunos ahorros, volveremos a la ciudad y reharé mi negocio.

—Aunque no es asunto mío, creo que te engañas. Con el pago que os daré por este servicio podréis comprar todos los carros y material que necesitéis, quizás incluso una casa. Por otra parte, aunque lo que dices fuera cierto, ¿has pensado en cómo vais a llegar a la ciudad?

Baltar reflexionó. Se encontraban en un pantano sin final a la vista, a mitad del día, carentes de provisiones, medio de transporte o idea de hacia dónde dirigirse; sus opciones se habían reducido dramáticamente. Estudió la torre unos instantes antes de volver a hablar.

—Tengo algunas condiciones.

—De acuerdo —dijo la elfa.

—Escúchalas antes de contestar —cortó Baltar—. Iré solo, los críos se quedan aquí, contigo. Salga o no salga, te comprometes a teleport… a llevarles de vuelta a la ciudad, sanos y salvos.

—Lo prometo.

—Una vez salga me darás el pago, nos dejarás en la ciudad que elijamos y nos separaremos para, con suerte, no volver a encontrarnos, ¿entendido?

—Entendido, no hay problema.

Baltar miró de nuevo a la torre, cerró los ojos y musitó algo inaudible.

—De acuerdo, lo haré. ¿Qué es lo que necesitas?

—Nada peligroso: un estuche, de madera y apenas un palmo de largo. —Ámbar le pasó un trozo de papel con un dibujo—. Cuando te encuentres dentro de la torre, debes dirigirte dirección este-noreste hasta que llegues a una habitación con varios de ellos almacenados; el que tenga este dibujo en el cierre es el que busco.

—Este-noreste. ¿Eso es todo? ¿Durante cuánto tiempo?

—No lo sé con certeza —contestó Ámbar—. El tiempo y el espacio obedecen a distintas reglas en el interior de la torre. Aun así, calculo que no más de una jornada.

—¿Peligros?

Ámbar bajó la mirada.

—Los habrá, pero nada que no puedas controlar. Procura pasar lo más desapercibido posible, y todo irá bien.

Baltar frunció el ceño.

—Deja que me despida y podremos empezar.

Abordó a Brad y le alejó un poco de Dem antes de ponerle al corriente de la situación.

—¡Es una locura, anciano! ¿Cómo has accedido? —exclamó el chico cuando Baltar concluyó—. ¿Por qué no entra ella a coger ese jodido estuche?

—Según dice, no puede —Baltar suspiró—. Esto no me gusta más que a ti, pero no tenemos elección: nos hemos quedado sin recursos y estamos perdidos en mitad de ninguna parte.

—Podríamos atacarle —propuso Brad—. Somos dos contra una mujer: atacamos por sorpresa, la derrotamos y nos quedamos con lo que lleve encima.

—Primero: no sabemos dónde estamos, ¿cómo sugieres que atravesemos estos pantanos antes de que caiga la noche? Y segundo: ¿tan poca memoria tienes que ya has olvidado lo que le hizo a esos soldados? No. —Baltar silenció al chico con un gesto severo—. La decisión está tomada, fin de la discusión.

Brad refunfuñó por lo bajo y buscó una piedra que patear. Baltar sacó una bolsa de su cinturón y se la tendió.

—Esto es todo lo que nos queda. Si no regreso úsalo para darle a Dem un hogar… Diablos, cómprale lo que puedas. A los dos. Buscad a alguien que cuide de vosotros.

Brad cogió la bolsa, manteniendo su enfurruñamiento mientras Baltar buscaba a su nieta.

—Dem, cariño, escúchame muy atenta. —La niña le miraba con sus enormes ojos completamente abiertos, contagiada de la tensión reinante—. Dem, tu abuelo tiene que irse un momento, así que tienes que quedarte con Brad, ¿de acuerdo? Sé buena y obedécele en todo lo que te diga.

—¿Adónde vas, abuelo?

—Voy a… Voy a coger unas cosas —improvisó—. Ropa. Y comida, necesitamos comida para cuando tengamos hambre, ¿verdad? —Dem asintió—. Muy bien, cielo, pues eso es lo que voy a buscar.

—¿Puedo ir contigo, abuelo? —La voz le temblaba; no entendía por qué, pero estaba asustada.

—No, cariño. No te preocupes, volveré enseguida. Ven y dale un abrazo a tu abuelo.

Se la acercó y la estrechó contra su cuerpo. Aquel organismo que en sus brazos parecía liviano como una hoja, el legado de toda su vida, sollozaba entrecortadamente. Se enjugó las lágrimas antes de que ella pudiera verlas y la besó en la frente.

—Buena chica —dijo—. Ve con Brad, ahora. Sé buena.

Crece; cásate, ten hijos, sé feliz. Vive.

Enano y elfa se encontraron de nuevo frente a frente, con los chicos observando la escena a una distancia prudencial.

—Muy bien, ya podemos empezar —dijo Baltar descargando el hacha de su espalda—. ¿Cómo lo hacemos?

—Sencillo —contestó Ámbar—: no te muevas mientras preparo el hechizo. El efecto es parecido al de la teleportación, así que no te pillará por sorpresa.

Baltar empuñó su arma con las dos manos.

—Adelante, maldita sea.

Ámbar desenfundó sus espadas y las alzó, estirando el cuerpo a los cielos. Un torrente de extrañas palabras brotó de sus labios mientras a su alrededor el aire se arremolinaba, cargándose de energía. Baltar cerró los ojos y se preparó para otro lavado de estómago forzoso.

—¡Abuelo!

El grito le hizo abrir los ojos. Dem corría directa hacia él. Detrás, Brad intentaba compensar su lenta reacción acelerando lo más rápido que podía.

¿Pero es que ese maldito crío no puede hacer nada bien? —pensó Baltar al tiempo que Dem le abrazaba y una conocida luz azul invadía todo.

 

—Abuelo…

La voz de la niña era apenas audible en el túnel. La oscuridad y el extraño entorno intimidaban a la pequeña, limitándose desde que entraron a agarrarse al faldón de su abuelo y seguirle en silencio.

—Chhhsssttt, Dem —le riñó Baltar—. Silencio, cariño.

—Abuelo, tengo miedo. Vámonos a casa.

—Lo sé, cielo; no te preocupes, enseguida nos iremos.

Cuando se materializaron en el interior de la torre, Baltar sopesó sus opciones. La presencia de su nieta había sido un desgraciado accidente, pero ya no podía ponerle remedio: se encontraban en una estancia sin salida aparente, no tenía medio de comunicarse con la elfa, y no podía dejar a la niña sola mientras él se adentraba en lo desconocido.

—Abuelo, tengo hambre.

—Yo también, cariño —dijo Baltar—. Ahora sé buena y no hables, recuerda que estamos jugando al escondite y no queremos que nadie nos descubra, ¿verdad?

Dem negó con la cabeza, balanceando su coleta. Baltar le sonrió, le revolvió el pelo con una mano excesivamente rígida y reemprendió la marcha. Desde su entrada solamente habían atravesado túneles vacíos, sin encontrar ningún tipo de habitáculo o estancia. La distancia que habían recorrido, por otra parte, excedía con mucho la que calculó que medía el ancho de la torre en su primer vistazo al exterior de la misma. «El tiempo y el espacio obedecen a distintas reglas en el interior», había dicho la elfa. Al recordar las palabras de su supuesta samaritana, Baltar se prometió que cuando saliera de aquella ratonera iba a tener un pequeño intercambio de impresiones con ella.

—Abuelo…

—Dem, por favor, te he dicho…

—Abuelo, tengo pipí.

Baltar se paró y miró contrariado a su nieta.

—Cielo, tendrás que aguantarte.

—No, no, no, no, no. No puedo. —Dem se agarró el bajo vientre y comenzó a dar saltitos—. Tengo pipí, abuelo. Pipí, pipí.

Temiendo una rabieta, Baltar acercó a su nieta a la pared del túnel y le ayudó a desvestirse.

—Muy bien —susurró—, hazlo lo más deprisa y en silencio que puedas, ¿vale?

Dem asintió. Mientras ella se aliviaba Baltar vigilaba la penumbra, lidiando estoicamente con lo absurdo de la situación. Cuando la niña terminó, la ayudó a recomponer su vestuario.

—¿Has terminado del todo? No vamos a volver a parar, así que si tienes ganas de hacer algo más, dilo ahora. ¿Dem?

—No tengo más ganas, abuelo —le contestó la niña antes de regresar a su mutismo.

Reanudaron la marcha. Poco más adelante, un óvalo de claridad colgando en el muro indicó a Baltar que se acercaban a una nueva bifurcación. Se pegó a la pared opuesta para aproximarse cuando la sangre se detuvo en sus venas. Dentro del óvalo apareció una sombra que creció en tamaño conforme su dueño se acercaba a la encrucijada.

Baltar se encogió, protegiendo el cuerpo de la niña con el suyo. Parapetados tras unas piedras, se mantuvo los más resguardado posible para observar la irrupción del extraño en su túnel. La luz era insuficiente para poder distinguirlo con claridad, pero lo que veía le dejó sin aliento. Era más alto que él, más incluso que un humano. Le recordaba en parte a éstos, pero poseía un número erróneo de miembros que se movían en ángulos extraños. Parecía deslizarse más que andar, y de su cabeza brotaban unas largas antenas.

Baltar cubrió la boca de su nieta mientras la apretaba contra su pecho. La criatura pasó cerca de su escondite. Su espalda estaba cubierta por un enorme caparazón y de la cabeza negra y redonda surgía un escalofriante siseo. Con el pulso atronándole las sienes, Baltar contuvo la respiración, hasta que el extraño ser se alejó lo bastante como para sentirse seguro exhalando de nuevo. Acarició la cabeza de su nieta, tranquilizador, y se disponía a reanudar la marcha cuando observó cómo la criatura se detenía. Sus antenas se agitaron frenéticamente en el aire unos segundos hasta quedarse fijas, señalando una dirección que usó para orientar su avance, tirándose al suelo y desplazándose en círculos cada vez más pequeños. Aterrado, Baltar reconoció la zona como el rincón que habían usado como aseo.

La criatura pegó su cabeza al charco entre sonidos de olfateo. Se enderezó de un salto, estirando unas antenas que reanudaron su alocado movimiento hasta fijarse en una nueva dirección, apuntando directamente hacia ellos.

—Oh, joder —exclamó Baltar mientras la cabeza de la criatura se abría en unos aterradores pétalos de carne repletos de dientes.

 

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Escritor, autor de "Dragones Negros"