Dragones Negros | Capítulo 12

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12.
Exposición

 

—Rápido, al suelo.

Ilargia frenó su carrera cayendo más que tumbándose sobre la hierba. Trató de sofocar sus jadeos con la mano mientras su compañero, echado a su lado, se alzaba cauteloso para otear el panorama; al imitarle, observó a una patrulla volviendo a la ciudad. Desde que sonaron los cuernos, tanto ella como Madt se habían visto forzados a cambiar su descansado caminar por una alocada huida de un escondite a otro, manteniéndose fuera de la vista de los guardias siempre por escasos segundos. No creía ser capaz de mantener ese ritmo durante mucho más tiempo.

Mientras recuperaban el resuello, la patrulla se perdió tras una curva.

—Muy bien —dijo Madt, señalando frente a ellos—. A mi señal, saldremos corriendo hacia aquel grupo de árboles, ¿entendido?

Ilargia asintió en silencio. La actitud de su compañero había cambiado radicalmente, desvaneciéndose la sonrisa de su rostro, y, extrañamente, aquello era lo que más la inquietaba.

—Señor… Madt, necesitamos parar.

—No es posible por ahora, estamos en una zona descubierta con demasiadas horas de luz por delante; necesitamos un lugar donde escondernos, y pronto.

A la señal convenida, ambos partieron a toda velocidad. En esos momentos, cuando se encontraban a la carrera entre un refugio y otro, la sensación de vulnerabilidad la abrumaba. Allí estaba ella, indefensa y a plena vista; en cualquier instante, un soldado de los cientos que parecían poblar los bosques podía surgir de detrás de un árbol, o asomar por el sendero, y todo se acabaría. Así de fácil.

Aunque no sería en aquella ocasión: una vez más, alcanzaron su destino sin percances. Mientras ella combatía la fatiga que amenazaba con asfixiarla, Madt se arrastró hacia la maleza.

—Enseguida vuelvo, no os mováis de aquí.

Podría haberse ahorrado el aliento —pensó una Ilargia que no sería capaz de continuar aunque se lo propusiera. Un poco más adelante, unos arbustos se movieron. Se escondió por reflejo, pero comprobó que no tenía motivos para preocuparse cuando una silueta familiar pasó entre las ramas, moviéndose grácilmente sobre sus cuatro patas. Bruma asomó primero las orejas, luego los ojos, y por último el resto de la cabeza; saltó como un resorte, atravesando el camino sin tocar el suelo, y se internó en la espesura. Aunque al principio la idea de tener a un animal salvaje rondándoles no le hacía especialmente feliz, conforme pasó el día se sorprendió buscándola en el paisaje a cada cambio de emplazamiento. Su presencia la hacía sentir más segura.

Ilargia dio un respingo cuando Madt regresó.

—Pinta mal —le dijo éste—. Entre las tropas salientes y las entrantes los caminos están atestados de soldados, debemos permanecer ocultos hasta que la cosa se calme. Y ahora, las buenas noticias: he encontrado algo que nos servirá, siempre que no esté ocupado. Seguidme.

Agachados, descendieron por un repecho del camino hacia el bosque. Unas zarzas y algunos arbustos después alcanzaron su destino: una granja compuesta por un edificio principal, granero, establos, unos reducidos campos de cultivo y, observó Ilargia con alivio, ningún habitante a la vista. Una última carrera y estaban en la puerta.

—¿Y si hay alguien dentro? —preguntó.

—Nuestras opciones escasean, señora. Tendremos que arriesgarnos.

Madt giró el picaporte y la puerta chirrió desganada. Con suma precaución, accedieron a la hacienda. Su compañero le indicó por gestos que le esperara en aquella habitación mientras él exploraba el resto. Ilargia se situó detrás del sillón más grande que encontró y obedeció, atenta al más mínimo ruido, pero la propiedad parecía deshabitada. Un Madt visiblemente más relajado se lo confirmó en su regreso.

—Nadie, hemos tenido suerte. Ya que estamos aquí, aprovechemos para buscar víveres, nos harán falta si queremos recuperar el ritmo de la marcha.

—Los amigos de los que hablasteis… ¿Esperarán?

—Sí, pero no eternamente, también ellos tienen tareas por hacer y escaso tiempo para ello. —Registraron cajones y estantes en la cocina—. No cojáis nada demasiado pesado o voluminoso, solo necesitaremos aguantar un par de días como mucho.

Ilargia prefirió no hacer cábalas sobre lo que podría pasar tras esos días si no localizaban a los misteriosos asociados. En un saco encontró una hogaza de pan, mientras su compañero le mostraba triunfante una ristra de embutidos.

—Suficiente —le dijo—. Cojamos algo de beber y vayamos al salón a descansar.

Tras el sillón que había resguardado a Ilargia partieron las viandas. Mientras comían, Madt permanecía asomado a la parte inferior de la ventana.

—Señor, no quiero parecer desagradecida, pero… —Ilargia titubeó un momento antes de continuar—. Tengo demasiadas preguntas rondándome, y me gustaría obtener respuestas.

—¿Por ejemplo? —contestó Madt sin apartar la mirada del exterior.

—¿Quién sois? ¿Quiénes son vuestros amigos? ¿Por qué me ayudasteis?

—Demasiadas preguntas, desde luego —sonrió sin humor—. Mi identidad no es relevante, solo soy un amigo cuando más necesitabais uno. ¿No es suficiente?

—Ya no —contestó Ilargia—. Nos estamos jugando la vida, en cualquier momento podemos ser apresados, o algo peor, y ya no volveríamos a vernos; siento que me merezco esta deferencia, al menos.

—Mi nombre ya lo sabéis, así que no es eso lo que me estáis preguntando. —Se subió la manga derecha y mostró su tatuaje—. Os referís a esto, ¿verdad?

Ella asintió.

—En efecto, supuse que debía ser importante al ver cómo lo cubríais en las celdas. ¿Qué es?

—Un dragón, el símbolo de nuestra organización. —Madt se bajó la manga y reanudó su vigilancia—. Mis amigos y yo somos tachados de rebeldes y criminales por el actual rey.

—¿Por qué motivo?

—Tenemos motivos, creedme. —Una chispa brilló en sus ojos—. Durante demasiado tiempo ese tirano ha ocupado un trono que no le pertenece; nosotros nos encargaremos de solucionarlo.

Ilargia calló unos instantes, pensativa.

—¿Por qué me liberasteis?

—¿Preferiríais que os hubiera dejado allí?

—Por favor, basta de bromas, me estáis ocultando algo y deseo saberlo. ¿Por qué me salvasteis? ¿Tiene algo que ver con vuestra cruzada contra el rey?

Madt dejó de vigilar el exterior para observarla; no había en sus ojos el menor rastro de humor. Se disponía a responder cuando un ruido fuera hizo que se asomara de nuevo y rápidamente volviera a agacharse.

—Jinetes —dijo mientras se arrastraba por el salón—. ¡Deprisa, debéis esconderos!

Madt abrió uno de los armarios y comenzó a revolver la ropa.

—Rápido, bajo estas prendas no os verán.

—Pero, ¿y vos?

—Iré a la habitación del fondo, hay un arcón donde podré ocultarme. Ahora entrad ahí y permaneced en silencio.

Ilargia se contorsionó dentro del armario y una lluvia de telas la engulló. En el oscuro interior de su refugio refulgía un punto brillante sobre la madera; acercó a él su cara y pudo observar la habitación a través de un agujero.

El salón se encontraba vacío y los sonidos del exterior habían cesado. Durante unos momentos nada sucedió. Puede que hayan pasado de largo —pensaba, cuando unos golpes atronaron la estancia.

—¡Abran, abran en el nombre del Rey!

A Ilargia le invadió el extraño impulso de salir de su escondite y dar la bienvenida a los visitantes. Cogió una prenda y la retorció entre sus manos.

La llamada se repitió unas cuantas veces más, sin respuesta. Al poco, la puerta cedió ante un fuerte golpe y los soldados comenzaron a atravesarla.

—Parece vacía —dijo uno.

—Pareceres no pagan salarios —le contestó un hombretón calvo—, certezas sí; aseguraos.

Los hombres se desplegaron por la casa. En la cocina, uno de ellos registró todo el mobiliario, volcando su contenido en un estruendoso alboroto; dos más tomaron el camino que había emprendido Madt hacia el interior de la vivienda, y los dos restantes permanecieron en el salón.

Mientras el gigantón se asomaba a la chimenea, su compañero inspeccionaba el resto de la estancia. Ilargia sintió un escalofrío al verle, no sabía si provocado por su apariencia o por el cuchillo que portaba en la mano. Pareciendo notar su mirada, el hombre del puñal reparó en el armario. Ilargia aguantó la respiración mientras el campo visual enmarcado por el agujero se iba rellenando con su figura al aproximarse: vestía de negro de pies a cabeza, como negra era la cabellera que cubría su cara, y la capa que le ondeaba alrededor de los tobillos, al compás de sus pasos. Ilargia tuvo la impresión de estar ante un escalofriante hombre-pájaro, un ave como las que, en las leyendas que le contaban en el templo, acuden en nuestro último suspiro a transportar nuestra alma al más allá. El agujero se cegó cuando el hombre llegó junto al armario. Ilargia visualizó sus manos aferrando el cierre de la puerta cuando unos gritos rompieron la tensión.

—Señor, hemos encontrado algo —dijo uno de los soldados—. Parecen los dueños de la granja.

—Último «parece» gratis, el próximo os lo cobraré.

—Deben de serlo, pero no podemos preguntárselo: están los dos muertos.

La sorpresa golpeó a todos los habitantes de la sala por igual.

—Y en uno de los establos hay forraje, pero no caballo —añadió un soldado que se había quedado examinando el exterior—. Parece que hemos llegado tarde.

—¿Rastro?

—Unas huellas de herraduras parten desde el establo, y son frescas.

—Suficiente —atajó el calvo—. Cabalguemos la pista.

Los soldados salieron con presteza, mientras el hombre cuervo y el gigantón mantenían un encuentro privado antes de unírseles. Ilargia suspiró aliviada cuando oyó el ruido de los cascos. Al salir del armario, observó por la ventana cómo cinco jinetes partían tras el caballo extraviado. No fue consciente de que Madt se le había unido hasta que éste empezó a hablar.

—Por los pelos.

—Ha sido… yo… Creía que estábamos, que nos iban…

Sintió unos pinchazos en el pecho. Por mucho que lo intentaba, no podía dejar de temblar.

—Ha sido horrible, lo tenía delante, iba a entrar, iba a cogerme, lo tenía delante, casi podía olerle, oler su aliento, lo tenía delante, e iba a…

Madt la zarandeó con suavidad. Ilargia calló, aturdida, y antes de darse cuenta estaba abrazada a él. Le apretó la cabeza contra el hombro mientras sus brazos la rodeaban con firmeza. Permanecieron así unos instantes hasta que por fin pudo hablar de nuevo.

—No lo vamos a conseguir, ¿verdad?

Madt la separó con suavidad para contestar.

—Por supuesto que sí —dijo con una sonrisa a la que el cansancio restaba convicción—. Alteza, somos demasiado listos para ellos, y esta experiencia nos ha demostrado que vuestra diosa vela por nosotros.

—Siento haber perdido el control —repuso ella, deshaciendo el abrazo—. No estoy acostumbrada a este tipo de tensión.

—No debéis disculparos por nada. Y gracias a este incidente, disponemos de más tiempo para descansar: los soldados tardarán en volver por este sitio, si es que lo hacen.

—No eran soldados —dijo Ilargia—. No todos. Habían dos personas extrañas con ellos: un hombre alto, calvo, muy grande y musculoso, y un hombre, un ser… Solo acordarme de él me eriza la piel.

—¿Moreno, pelo largo, gran nariz?

—En efecto; ¿los conocéis?

—Para mi desgracia. —Un gesto preocupado volvió a la cara de Madt—. Se trata de dos cazarrecompensas, y muy peligrosos. Su Majestad está realmente interesado en nuestra captura.

—Cazarrecompensas —dijo Ilargia—. Sí, parecían más relacionados que los otros, más compenetrados. De hecho, fueron los últimos en abandonar la casa, tras intercambiar unas palabras.

La risa de Madt desconcertó a Ilargia.

—No dudo de vuestra vista, señora, pero vuestro oído debería revisarse. Es imposible que hayáis oído hablar a Espolón, es mudo.

—¿Espolón?

—El moreno, Grillete es el peinado con gamuza —contestó su compañero—. El pobre perdió la lengua en un interrogatorio particularmente minucioso.

—Extraño —insistió ella—, vi a ambos comentar algo antes de salir.

—¿Pero lo oísteis?

Ilargia hizo memoria.

—No, la verdad, estaban bastante lejos. Les vi pararse uno frente a otro y, ahora que lo pienso, no vi sus labios moverse, solo sus manos.

—¿Sus manos? ¿De qué manera?

—Bien, era algo como esto. —Ilargia comenzó a imitar lo visto escasos momentos antes—. Y Espolón hizo… —Su mano apuntó a sí misma, luego al suelo, y finalizó con un movimiento circular—. Algo así.

Madt había palidecido. Se giró mientras sacaba la daga pero el puñal de Espolón fue más rápido y se clavó hasta el mango en su pierna derecha. Con un gruñido de dolor, cayó de costado sobre una mesa.

Con su enemigo más peligroso en el suelo, Espolón abandonó su escondite y se dirigió hacia ellos mientras Ilargia ayudaba a Madt a levantarse.

—Silencioso como una serpiente, e igual de traicionero —dijo éste, incorporándose trabajosamente—. No has cambiado nada, Espolón.

El cazarrecompensas ignoró el comentario y siguió avanzando. Su mano salió de debajo de la capa con una nueva daga en ella. A medio camino, un rugido ensordecedor precedió la entrada en escena de una sombra que se lanzó contra Espolón, fusionándose con él en una única masa negra que, tras rodar unos segundos por el suelo, se separó de nuevo con un agudo gemido.

—¡Bruma! —gritó Madt mientras la pantera abandonaba la casa por la ventana por la que había entrado, dejando un reguero de sangre tras de sí—. Hijo de perra, si la has matado ya puedes ponerte a bien con tu creador.

Madt consiguió ponerse en pie con dificultad, empuñando la daga que hasta hace un instante adornaba su muslo. La pernera de su pantalón se oscurecía al empaparse de la sangre que manaba por la herida abierta. El cazarrecompensas se irguió en silencio y reanudó su marcha, imperturbable. Madt apoyó todo su peso en la pierna buena para impulsarse hacia su rival, buscando sorprenderle con una embestida directa, pero la distancia era excesiva: el ataque fue fácilmente esquivado por Espolón, que aprovechó su desequilibrio para lanzarle una patada al miembro herido. Madt gimió de dolor y cayó de nuevo sobre el costado.

Espolón alejó de una patada la daga de su oponente y le levantó cogiéndole del pelo. Una vez lo tuvo a su nivel, Madt reaccionó aferrándole la mano del arma y tratando de volverla contra él. Por desgracia, Espolón estaba firmemente anclado con ambas piernas, y utilizó ese apoyo para empujar a su adversario hacia el suelo, volviendo su equilibrio más y más precario. Ambos contendientes comenzaron a rotar sobre el eje formado por sus manos, enzarzadas en la lucha por el control del arma. El trabado forcejeo parecía inclinarse a favor de Espolón, al tiempo que la espalda de Madt se arqueaba sobre su pierna herida y la punta del acero se aproximaba a su cara, hasta casi rozarla. La refriega había apartado el cabello del rostro del cazarrecompensas y permitía contemplar su expresión: sus ojos saltones observaban con sorna a su rival, y su boca sonreía con salvaje alegría, anticipando su triunfo.

Pero algo comenzó a cambiar. El arma fue alejándose del cuerpo de Madt mientras su espalda se enderezaba y sus piernas recuperaban la fuerza. Confundido, Espolón miró hacia el muslo herido y frunció el ceño al encontrarlo bañado de un etéreo resplandor azul. Con una mueca de furia, descubrió en la olvidada Ilargia la fuente de dicha luz; más concretamente, en su mano derecha, desde la que el resplandor flotaba hacia el muslo de Madt y cerraba la herida.

—Qué perra es la vida a veces, ¿eh? —dijo Madt antes de girar las muñecas, doblar los brazos de su adversario y clavarle la daga bajo la garganta.

Ilargia, por su parte, continuaba semiinconsciente en el sillón. Durante el resto de su vida mantendría un recuerdo nebuloso de aquel incidente, siéndole imposible recordar nada con claridad a excepción de un único detalle, uno que se instalaría en lo más profundo de su subconsciente para, desde allí, aprovechar la menor oportunidad de asaltarle en sus peores pesadillas: el grito de agonía de un hombre sin lengua.

 

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Escritor, autor de "Dragones Negros"