Dragones Negros | Capítulo 10

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10.
Sombras

 

Por el ángulo de los rayos que se filtraban a la habitación, Elandir se percató de que había pasado la mayor parte de la mañana durmiendo. Al levantarse de la cama, sintió como si el cráneo le hubiera encogido durante la noche y rozara contra el cerebro al menor movimiento de cabeza. La garganta había adquirido la textura del algodón, y su organismo parecía haber perdido todos los fluidos.

Se olfateó las ropas y tres días de rondas nocturnas en antros infames abrumaron sus sentidos. Se desvistió, aseó y buscó algo que le aliviara el dolor. Su fibroso cuerpo no toleraba tan bien el alcohol como el inmenso corpachón de su amigo Dunrel, y aun así caía una y otra vez en el error de intentar mantener su ritmo. Se preparó un par de huevos crudos revueltos y algo de fruta y se sentó a desayunar. Mientras comía, una figura monopolizaba sus pensamientos. Por mucho que sus deberes como capitán de la guardia estuvieran suspendidos, y medio ejército en busca del prisionero que se rió de él, Elandir no podía dejarlo correr tan fácilmente. No se trataba de cumplir con sus deberes ante un monarca que no era el suyo, se trataba simple y llanamente de una cuestión de orgullo.

No obstante, no pensaba a salir a perseguirlo por dos motivos principales: porque sería una tontería después de tanto tiempo tras la fuga, y porque tenía vetado abandonar la ciudad. Así pues, se centró en el origen del problema: los esfuerzos del extraño para que le encerraran en la cárcel escondían, estaba claro, un motivo oculto. Elandir dejó los platos, recogió sus enseres y salió a la calle, dispuesto a comenzar su investigación.

En el exterior, un sol pletórico sobrecargó sus retinas, cegándole temporalmente. Su pequeña casa se encontraba lo suficientemente cerca del barrio burgués de Hyrdaya como para no tener que preocuparse por su seguridad, y lo bastante lejos como para no tener que mezclarse con la gente si no lo deseaba. Su puerta daba a una callejuela usada sobre todo como atajo entre dos avenidas principales. A pesar de que su estatus como invitado de palacio le garantizaba alojamiento dentro del castillo, Elandir compró esa casa para poder disponer de un poco de intimidad cuando lo deseara. Intimidad relativa, ya que era consciente de que ni en ese improvisado refugio escapaba a la estrecha vigilancia de los espías del rey. Elandir los ignoró esa mañana y salió a una de las vías principales, que registraba una moderada afluencia de gente; a esas horas, los nobles aún permanecían en sus confortables lechos, correspondiendo a sus criados salir a realizar las tareas.

Dirigió su camino al norte, subiendo la cuesta que llevaba al palacio, cuya colosal estructura se alzaba en lo alto de la colina sobre la que se fundó la ciudad de Hyrdaya. Su edificio principal era una imponente mole blanca estructurada en diferentes módulos, rediseñados y unidos entre sí a lo largo de las décadas en busca de variopintos objetivos, entre los que nunca se encontraron la armonía o la belleza. Así, en cada reinado se levantaron alrededor del edificio original nuevas alas, torres y pabellones sin seguir ningún esquema predefinido, engendrando la aberración arquitectónica que coronaba la capital humana y cuya sombra anegaba buena parte de la misma.

Alrededor de ese núcleo se levantaban los edificios anexos de invitados y criados, así como los establos, graneros, bodegas, aljibes y barracones, estando circundado todo el conjunto por el primer muro defensivo, el muro interior. Al otro lado del mismo se extendían los jardines de palacio, granjas y casas nobles que decidieron alojarse tras la protección que les brindaba el segundo muro, o muro medio. El tercer muro, el muro exterior, rodeaba completamente la ciudad.

Elandir no tuvo ningún problema en atravesar la guardia de los dos muros interiores y llegar a las mazmorras del castillo, sorteando cualquier puerta que le impidiera el paso gracias al juego de llaves que le otorgaba su cargo. Una vez allí buscó al encargado de los prisioneros.

—Necesito información —le dijo—. Supongo que estará al corriente de lo ocurrido ayer.

—Sí señor —contestó el encargado—. Es difícil no estarlo, habiendo sucedido aquí mismo.

—Me gustaría conocer todos los datos que tengamos acerca del prisionero. Su nombre, para empezar.

—Me temo que no consta bajo ningún nombre. Ingresó inconsciente, y el carcelero no se molestó en despertarle para preguntárselo.

Cómo no —pensó Elandir.

—¿Qué me dice de sus posesiones, algo que pueda servir de ayuda?

—Extrañamente, no; el prisionero no portaba nada con él.

—¿Absolutamente nada?

—Nada, señor.

Elandir maldijo al extraño y a su propia estupidez. Aquello le dejaba persiguiendo a un hombre sobre la treintena, de pelo largo moreno y sin ningún rasgo distintivo, salvo una erupción probablemente falsa en su hombro derecho.

—¿Qué me dice de la ocupante de la celda contigua? Se fugó junto a una prisionera, ¿cierto?

—Cierto, pero tampoco ahí puedo serle de ayuda. No tenemos registro de dicha prisionera.

—¿Es una broma?

—Me gustaría que lo fuera, así me habría ahorrado el tener que repetirla tantas veces. —El carcelero le tendió el registro de prisioneros—. Como puede ver, el registro cubre los últimos cinco años, y durante ese tiempo no hay ningún movimiento en esa celda.

—¿Tenemos registros anteriores?

—Es probable, la pregunta sería dónde.

—¿Y no se actualizaron las anotaciones de un registro a otro?

—Sí, señor: todas salvo esa. —El tono del encargado dio a entender a Elandir que si buscaba responsabilidades hablaba con la persona equivocada.

—¿Una prisionera pasa más de cinco años en estas celdas y nadie conoce su identidad?

—Quizás el carcelero la conocía, yo desde luego no, y no ha aparecido nadie que sepa decírnosla. Una estancia tan prolongada en estas celdas no es lo habitual, los prisioneros suelen abandonarlas mucho antes. Por su propio pie, los más afortunados.

Elandir se frotó la nuca.

—¿Alguna descripción de la prisionera?

—Lo lamento, señor, pero no solemos fijarnos mucho en los ocupantes de las celdas. El privarles de identidad facilita nuestro trabajo, si entiende a lo que me refiero.

—Claro —concluyó—. Continúen la búsqueda de los antiguos registros, quiero inspeccionarlos tan pronto aparezcan.

Se despidió del carcelero repasando el material de que disponía: tanto el hombre como la mujer parecían dos callejones sin salida, y del resto de sucesos extraños en la ciudad únicamente contaba con rumores. Solo quedaba un hilo del que tirar.

Al salir a los jardines de palacio, Elandir se sorprendió ante la presencia de una serie de carpas. Se dirigió hacia ellas y observó que se estaba levantando una estructura cuadrangular, con tiendas flanqueando un centro despejado y unas gradas cercando el conjunto. Se aproximó a uno de los encargados de la construcción y le sorprendió la coincidencia.

—Rishen —llamó—, ¿qué es todo esto?

—Señor Elandir, buenos días —contestó el criado—. Creía que estaba suspendido.

—Buenos días. En efecto, lo estoy. Y ahora, ¿me puedes decir qué es esto?

—Bueno, no es ningún secreto, o al menos en breve dejará de serlo: es la pista de duelos, se va a celebrar un torneo pasado mañana en honor de la princesa de Mirtis.

Elandir blasfemó en silencio.

—El rey ha cedido al fin —pensó en voz alta.

—No sé si ceder es la palabra a usar —dijo un cauto Rishen—, pero sin duda se va a celebrar un torneo en dos días.

—Maravilloso, realmente genial.

Abandonó al criado y el palacio y bajó la colina en dirección sur, hacia los barrios más desfavorecidos. Conforme recorría la avenida, los lujosos palacetes fueron dando paso a casas y tiendas de piedra, y éstas a cabañas y chabolas de barro y madera. Al entrar en los barrios bajos, Elandir alcanzó su destino. No solo «El Reposo» estaba de nuevo abierto, también contaba con mobiliario nuevo sustituyendo al destruido en la pelea. A esas horas el local se encontraba aún medio vacío, así que eligió una mesa y se sentó.

Mientras esperaba, se recogió con discreción en la silla y se concentró en escuchar. Sus orejas puntiagudas, blanco de infinidad de burlas, le procuraban una habilidad especial para captar sonidos extremadamente débiles o lejanos, habilidad que le había sido muy útil en el pasado al permitirle acceder a conversaciones inaudibles para el hombre común.

… con una oveja, ¿puedes creerlo?…

… otro jodido impuesto. Te lo digo yo, esta situación no puede continuar, la gente no lo permitirá mucho tiempo…

… tenías que haberlas visto, las dos más grandes que me he encontrado en mi vida, te lo juro…

… un lewenio, un khusiano y un mirtense entran en una taberna, y dice el tabernero…

—Señor Elandir, no esperaba volver a veros tan pronto.

La llegada del dueño del local interrumpió su escucha.

—Buenos días… tardes ya —le dijo, mirando por la ventana—. Veo que has hecho un buen trabajo reparando la taberna. Bueno, y sorprendentemente rápido.

—Me halaga, señor —contestó él con una sonrisa de orgullo—. Como le conté, nos encontramos en la mejor semana en años, y no puedo dejar que una nimiedad como una pelea me impida abrir ni un solo día, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Lo que me extraña es que con todos los locales de la ciudad abarrotados, y los comercios colapsados, hayas sido capaz de restaurar tu negocio con tanta premura.

—Bueno, señor, uno tiene sus contactos.

—No lo dudo, ¿y puedo preguntar la identidad de dichos contactos? ¿Un hombre moreno con una extraña erupción, quizás?

La actitud del tabernero cambió ante aquellas palabras.

—Señor, no entiendo a qué os referís…

—Puede que sí, puede que no —atajó Elandir—, lo único seguro es que aquí se ejecutó ayer una elaborada farsa, y cuanto más lo pienso más difícil se me hace creer que hubiera un solo actor implicado.

—Señor, os repito…

—No tiene importancia. Por ahora. Pero necesito hablar con todo el personal que estuviera trabajando cuando el incidente se produjo. Necesito saber si el extraño tuvo algún tipo de contacto con alguien, antes de que la pelea estallara.

—Señor, ya os dije que no habló con nadie.

—Algún tipo de contacto, no necesariamente verbal. ¿Alguien se le acercó, le miró? ¿Alguien estuvo esperando una señal para desencadenar el conflicto? Cualquier cosa que puedan decirme me ayudará. Pregúntales.

—Muy bien, señor Elandir.

Mientras el dueño se dirigía raudo a interrogar al resto del personal, más preocupado de acallar las sospechas que se habían dejado caer sobre él que de facilitar la investigación, Elandir reanudó su escucha.

… están sangrándonos, ¿y qué hace la gente? Nada, comer y beber, eso hacen…

… ese era el mayor, te hablo del pequeño, al que le falta una oreja…

… el Caballero Dragón, así le llaman…

La palabra «Dragón» hizo que se levantara de un salto. Buscó el origen de la voz y lo encontró en una mesa cercana, donde dos ciudadanos almorzaban. Elandir se les unió.

—Disculpen, caballeros, pero no he podido evitar escuchar parte de su conversación. ¿A qué se referían con «Caballero Dragón»?

Los hombres callaron al instante. Por sus miradas, Elandir supo que le habían reconocido.

—Tranquilícense, como pueden observar me encuentro sin uniforme, ya que ahora mismo no estoy de servicio. Pueden hablar sin miedo, ni siquiera me interesan sus nombres.

El ciudadano número uno lanzó una mirada acusadora al ciudadano número dos. Éste, por su parte, mantuvo su mutismo mirando a la mesa. Elandir suspiró.

—Bien, piensen que hay dos formas de hacer esto: estamos probando la primera, les aseguro que no querrían experimentar la segunda.

Número Dos levantó los ojos de la mesa y le miró al fin.

—Excusad mi estupidez, señor. Solo comentaba con mi compadre los últimos rumores que se circulan por las calles.

—Lo comprendo —dijo Elandir—, y no le haré responsable en ningún modo de las consecuencias que sus palabras puedan generar. Dígame: ¿quién o qué es ese «Caballero Dragón»?

—Como digo, señor, se trata solo de chismorreos, pero… —Miró a su alrededor con cautela y bajó la voz—. Estos días se está hablando de un misterioso caballero, el mejor al que se haya visto nunca luchar.

—¿Desconocido?

—Bueno, no tanto. —Bajó tanto el tono que Elandir agradeció a sus orejas élficas poder entenderle sin tener que respirar su aliento—. Hay quien dice que se trata de un heredero perdido al trono, que vuelve para reclamar su derecho de sangre.

—¿Heredero? —Hasta donde Elandir sabía, la subida al poder del actual Monarca había provocado la muerte de todos los miembros de la anterior casa gobernante, así como el exterminio de dos casas más.

—Eso se cuenta, señor, mas no dispongo de datos al respecto. Seguramente —concluyó— no se trate más que de habladurías.

—Seguramente. Muchas gracias, ciudadano. —Dejó caer una moneda en la madera—. Ésta ronda va de mi cuenta.

Elandir regresó a su mesa, meditabundo. Demasiada casualidad que dos sospechosos desconocidos llegaran a la ciudad al mismo tiempo, pero si de verdad la identidad del prisionero correspondía a alguien de tan noble linaje, ¿por qué arriesgarse a ser encarcelado? Y si de verdad poseía derecho al trono, ¿no sería más fácil darse a conocer y reclamarlo?

Esa última pregunta tenía fácil respuesta a poco que se conociera al Rey. Muy bien, no sería tan fácil —pensó—, pero entonces, ¿cuál es su plan?

El tabernero carraspeó. Elandir abandonó sus cavilaciones para atenderle y se sorprendió al descubrir una joven a su lado.

—Señor Elandir, esta camarera dice poseer información para vos —le dijo—. Si no tiene inconveniente, les dejo solos para que puedan hablar.

El hombre se marchó mientras la joven tomaba asiento frente a Elandir, que la seguía mirando con la boca abierta.

—Saludos, señor —dijo ella

—Ho… hola —contestó al fin él.

—Vaya, estoy acostumbrada a causar ese efecto entre los humanos, pero suponía que un hermano de raza sería menos vulnerable a mi apariencia.

—Lo siento. —Elandir trató de controlar su asombro—. Es que no había visto jamás a uno de los nuestros en la ciudad.

—No es lo habitual, por desgracia; una puede llegar a sentirse muy sola lejos de los suyos.

—Sí, sí que puede. ¿Qué hace una elfa…?

—¿… por qué estoy aquí? —rió la joven—. Tozudez, me temo. Tozudez y juventud, una mala combinación.

Elandir la examinó: era más joven que él, apenas había alcanzado la madurez. Poseía los rasgos élficos más característicos: piel clara, ojos almendrados, orejas puntiagudas, melena larga y rubia. Era alta, un poco menos que él pero bastante para su sexo y edad. Y tenía una bonita sonrisa.

—Crecí en los bosques de Qite —continuó la elfa—, hasta que mi padre, harto de mis rebeliones, me dio a escoger entre casarme con un alto elfo que me triplicaba la edad, o dedicar mi vida al estudio de la naturaleza ingresando en las Hermanas del Orden. Decidí escaparme de casa y, tras varios años deambulando de un lado para otro, acabé en este… llamémosle local. Me llamo Kerajêen, pero todo el mundo me llama Kera.

—Kerajêen, yo me llamo Elandir. —Ambos alzaron la mano derecha a modo de saludo—. Qite, ésa es también mi tierra natal. Mi padre es uno de los Altos, con suerte no el que vuestro padre os eligió como marido.

—Oh, eso espero —rió Kera—. Elandir, Elandir… no me suena.

—No me sorprende: fui entregado como invitado a la casa real de Hyrdaya cuando vos no debíais ser más que una chiquilla.

—Por vuestra expresión deduzco que no es una situación que os agrade.

—Digamos que tal vez debería haber hecho lo mismo que vos y fugarme de casa.

—Eso habría sido divertido, podríais haberme esperado en los límites del bosque y, una vez llegara mi turno, habernos ido juntos a recorrer Vitalis. Como digo, uno no sabe lo que puede echar de menos a su gente hasta que se ve privado de su compañía.

—Os entiendo perfectamente.

—Señor Elandir, aunque estoy disfrutando de esta conversación me temo que debo regresar a mi puesto de trabajo en breve.

—Oh, sí. Lástima —dijo Elandir—. De acuerdo, supongo que ya os habrá informado el tabernero de lo que busco.

—Lo ha hecho. —Kera señaló a un punto detrás de Elandir—. Yo estaba detrás de la barra cuando la pelea empezó; el provocador había permanecido hasta ese momento sentado en una mesa cercana a aquella columna.

—¿Y nadie se acercó a hablar con él?

—Nadie, no; pero… —Kera señaló ahora a un punto a la izquierda de Elandir—. En esa mesa había sentado un grupo de tres, no, cuatro hombres. Al igual que el otro, casi no pronunciaron palabra.

—¿Bebieron?

—Apenas. Pidieron una ronda pero ni tocaron los vasos. Se limitaban a estar allí sentados, en silencio, y me pareció observar un par de veces que vigilaban al extraño.

—Y cuando el extraño se levantó, ¿cómo reaccionaron?

—En cuanto él abandonó su silla, ellos dejaron las bebidas sobre la mesa y se le acercaron.

—¿Y una vez comenzó la pelea?

—No estoy muy segura, ya que me refugié tras la barra en cuanto volaron las primeras jarras, pero me pareció ver cómo atacaban a algunos de los guardaespaldas del noble…

—Mirtense —la ayudó Elandir—. ¿No atacaron al extraño?

—A partir de ahí la cosa empezó a ponerse más y más peligrosa, por lo que me escabullí en cuanto pude por la puerta de servicio. Me temo que no vi nada más.

—Es suficiente, Kera. Jêen —añadió enseguida—. Kerajêen, háblame de esos cuatro hombres: sus nombres, cómo son, dónde trabajan…

—Son habituales del local, todas las noches los tenemos por aquí aunque nunca llegué a preguntarles sus nombres. En realidad —el semblante de Kera se agravó—, no creo que tengan mucha simpatía por nuestra especie. Las veces que he ido a servirles no me han mostrado ni por asomo la misma cordialidad que al resto de camareras. Por ello lamento decir que no puedo proporcionaros más detalles.

—Tendrá que valer. Una última pregunta: ¿sabéis dónde puedo encontrarlos?

—No, pero puedo conseguiros esa información, seguramente las otras camareras puedan ayudarme. —Kera se levantó—. Podríais pasaros al caer la noche, confío haberlo averiguado para entonces.

—Eso sería de gran ayuda, muchas gracias. Volveré hacia el ocaso.

Kera rodeó la mesa y acercó su cara a la oreja de un desprevenido Elandir.

—Es una cita, pues —le dijo al oído con una risita y volvió a la barra, contoneando su figura.

Él permaneció unos segundos aturdido, envuelto en la nube de perfume que la joven había dejado tras de sí, hasta que por fin pudo levantarse sin escandalizar a nadie y abandonó el local. La hora de la comida se acercaba y las calles comenzaban a vaciarse. Dudaba que el estado de su estómago le permitiera ingerir algo sólido, pero al no contar con ninguna pista más desanduvo el camino para descansar hasta la hora de la «cita». O quizás antes buscara a Dunrel y le preguntara si tenía alguna información sobre aquel misterioso Caballero Dragón.

De nuevo en casa, Elandir se alivió el sofocante calor en la pila y se dispuso a pasar la espera en la fresca penumbra del interior de su morada. Se desabrochó las ropas y tiró la bolsa de sus enseres sobre la mesa; fue entonces cuando vio un trozo de papel que sobresalía del interior. Extrañado, lo desdobló para encontrar escrita una breve nota: «Tengo un mensaje de vuestro padre para vos, hablaremos esta noche. Kera».

 

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Escritor, autor de "Dragones Negros"