Dragones Negros | Capítulo 9

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09.
El Rey II

 

—¿Muertos? ¿Cuántos?

—Cuatro en total, Majestad: tres soldados y un cabo —contestó Rishen—. La noticia acaba de llegar, el ataque se ha producido a primera hora de la mañana.

—¿Se sabe quién es el responsable?

—No hemos encontrado testigos, así que solo podemos especular. —Rishen consultó sus notas—. Las cuatro víctimas formaban parte del grupo de búsqueda encabezado por… emm, Grillete, Señor. Según cuenta, se quedaron atrás para interrogar a un enano y un joven que encontraron vagando por los bosques.

—¿Un enano y un crío han matado a cuatro de mis hombres?

—La ausencia de testigos nos impide esclarecer ese punto. Por lo visto, había un tercer miembro del grupo: una, ummm… —Rishen releyó un par de veces antes de proseguir—. Una niña enana, señor.

En cualquier otra persona, la expresión de perplejidad que tomó la cara del Rey habría resultado cómica.

—P-pero, como digo, no hay pruebas de que…

—Suficiente —espetó el Monarca—. ¿Dónde están esos cazarrecompensas ahora?

—Continúan la búsqueda, Majestad. Viendo que el ataque se produjo tras su paso han decidido regresar y buscar en la zona circundante.

—Muy bien, pasad la orden al resto de grupos: que extremen las precauciones, pero que capturen a los fugitivos con vida.

—Como digáis, Majestad —dijo Rishen antes de retirarse.

Tras despachar al criado, el Rey regresó a la sala de reuniones donde, sentados a la mesa negra de roble con el escudo de su casa tallado en el centro, aguardaban los representantes de los cuatro reinos menores, junto a su hijo y al comandante en jefe del ejército. La irrupción de Rishen le había proporcionado un respiro de las aburridas negociaciones que iban a ocuparle gran parte de la mañana.

Retomó la presidencia de la mesa, sentándose sobre la silla equipada con los más mullidos cojines que pudo encontrar en todo el reino; los traseros de sus invitados, en cambio, debían conformarse con la dura madera de sus respectivos asientos. Esto proveía al Monarca de un pasatiempo con que amenizar las interminables reuniones: intentar adivinar, por los movimientos que con el paso del tiempo se iban sucediendo en el resto de miembros de la mesa, cuáles de ellos sufrían de molestias en las posaderas.

—Mis disculpas —comenzó—, por desgracia se trataba de un asunto que exigía mi inmediata intercesión.

—¿Puedo preguntar si se trataba, acaso, de novedades sobre los presos fugados? —preguntó el representante de Lewe.

El Rey encajó la impertinencia con su mejor gesto.

—Por supuesto —dijo—. ¿Y puedo yo, por mi parte, preguntar de dónde ha sacado vuestra merced esa información?

—Oh, no lo llamaría exactamente información; chismorreo, más bien, o rumor, incluso. Infundado, por supuesto; al menos, hasta hace un minuto —le contestó el obeso diplomático, escondiendo su sonrisa tras un colorido abanico.

—En este castillo viven medio millar de personas, que en conjunto generan unos doscientos rumores al día, aproximadamente; recomiendo a su excelencia no dar crédito a todas las habladurías que lleguen a sus oídos. —El Rey se inclinó hacia su interlocutor—. Pregunta por pregunta: ¿puedo yo inquirir sobre la naturaleza del animal que portáis en brazos?

—¿Éste? —El lewenio alzó la mano con la que agarraba un diminuto animal marrón de cabeza desproporcionada, ojos saltones y actitud nerviosa.— Un perro, por supuesto.

—Oh, ya veo —se excusó el rey—. Entended mi confusión, en estas tierras nos educan en la creencia de que si no llega hasta la rodilla no es un perro, sino una rata con ínfulas. Mis disculpas.

La cara del diplomático enrojeció en un latido. En silencio, devolvió el perro a su amplio regazo y fijó la vista en la oscura madera, sin añadir nada más. El Rey pudo así prepararse para el resto de la reunión. Tras el enlace entre su hijo y la heredera de Mirtis, los tres reinos restantes se verían relegados a ser meras comparsas en el escenario político de Vitalis, situación que obviamente no les agradaba. De los tres, era Lewe el más afectado, ya que su inmensa riqueza lo convertía en un eterno aspirante al trono, lo que hacía comprensible que intentaran subyugar su autoridad por todos los medios posibles. Afortunadamente, sus muchas riquezas habían engendrado una casta de líderes acomodados, avariciosos y bastante menos inteligentes de lo que su vida entre consortes complacientes les podía haber hecho suponer.

—Bien —continuó el Rey—, podemos seguir tratando los asuntos que atañen a nuestras respectivas casas.

—Excelencia —intervino el representante de Termin—, creo que podemos verbalizar sin tapujos la principal preocupación de nuestra gente. Todos sabemos que la boda de vuestro hijo va a proveer a vuestra casa de una generosa cantidad de beneficios económicos. Y lo encontramos razonable, tratándose de los regentes de la capital de Vitalis. Lo que nos parecería un agravio inaceptable es que el reino de Mirtis aprovechara dicha unión para alcanzar una posición de privilegio sobre los demás reinos en los acuerdos comerciales con Hyrdaya.

—¡No consiento que…! —saltó el representante de Mirtis, al que el Rey aplacó con un gesto de la mano. El Monarca retrasó su intervención para que los ánimos se calmaran.

—Aun entendiendo que no era vuestra intención insultar a mi casa o al noble reino de Mirtis —dijo—, deberíais ser más comedido en el futuro. A lo largo de la historia han provocado más calamidades las palabras que el acero.

—Si alguien se ha sentido ofendido me disculpo —dijo el termiense—. Al igual que a su Majestad, también a mí me educaron para apreciar la franqueza sobre los formalismos.

El Rey le observó con respeto. Como era habitual entre su gente, el norteño vestía sencillas ropas de cuero, y recogía su cabellera en una trenza. Sus ojos azules le devolvían la mirada con impasible serenidad. Al Rey siempre le habían gustado los termienses, su existencia austera y fortaleza física los convertían en los mejores aliados en combate que se podía encontrar en todo Vitalis. Desgraciadamente, las únicas riquezas que podían aportar al tesoro real eran nieve y excrementos de cabras.

—No hay problema —contestó antes de que el representante de Mirtis pudiera intervenir—. Aunque expresada quizás con excesiva rudeza, se trata de una duda legítima. —Se levantó para atraer la atención de toda la mesa y puso la mano sobre el hombro del príncipe, sentado a su derecha—. No, el feliz enlace de mi hijo no esconde ningún trato de favor a Mirtis, y por tanto no afectará a los tratados comerciales o de cualquier otro tipo firmados entre nuestros reinos.

De los firmados a partir de ahora hablaremos más adelante —pensó el Rey. Mantener la paz entre las casas iba a ser un asunto delicado, ya que el acuerdo matrimonial se había construido sobre una larga serie de concesiones a Mirtis que, de hacerse públicas, soliviantarían peligrosamente al resto de casas, por lo que había que mantenerlas ocultas el máximo tiempo posible. Cuanto más tarden en ver los barrotes, más tardarán en intentar rebelarse.

Mientras trataba de recuperar el acomodo sobre sus cojines, oyó al representante de Khus aclararse la garganta. Antes de intervenir se retiró el pañuelo que cubría su cabeza, mostrando su rostro, esculpido tostado y anguloso por los áridos vientos de su reino.

—Si su Majestad lo permite, me gustaría acometer un asunto tal vez menos importante pero bastante más urgente, debido al poco tiempo de que disponemos para tratarlo.

El Rey observó que la intervención del khusiano había generado un silencio expectante en la mesa.

—Si su excelencia tuviera la bondad de continuar… —dijo al diplomático.

—Se trata de la tradición que va a perderse dentro de tres días, al no haberse organizado ningún torneo para conmemorar tan magna ocasión.

—Así es, me temo. El reino no se encuentra en uno de sus mejores momentos, financieramente hablando, lo que ha provocado que, muy a mi pesar y al de mi hijo, nos hayamos visto en la necesidad de acordar con Mirtis el suspender todas las ceremonias innecesarias.

—Bueno… —dijo el representante de Mirtis con tono vacilante—, debo decir que, tras hablarlo con mi señor, a ambos nos parece que sería una buena idea celebrar al menos el torneo. No solo es una tradición, es una ofrenda a Ölün al igual que la boda lo es a Ilahe, y sería un mal augurio satisfacer solo a uno de los integrantes del equilibrio cósmico.

El Rey comenzó a percibir el alcance del complot.

—Sin duda —replicó—. Pero, como digo, el estado del tesoro real no permite…

—Si el dinero es el problema —intervino el representante de Lewe—, el resto de casas estaríamos encantadas de cubrir los gastos que se deriven de la organización. Como un regalo a los felices novios —concluyó mientras acariciaba a su perro.

—Y sería un presente más que bienvenido, no lo dudéis —reaccionó el Rey—. Pero me temo que aun así se trata de un imposible: el poco tiempo que resta hasta el enlace no permite el envío de las proclamas e invitaciones al torneo.

—Si su Majestad me permite —se unió el termiense—, me gustaría hacer notar que tal requerimiento no es necesario, ya que la boda ha atraído a Hyrdaya a todo caballero merecedor de tal nombre, por lo que bastarían unos cuantos heraldos propagando la noticia por la ciudad y sus alrededores para contar con lo más granado de las espadas del reino, que es lo mínimo que el príncipe merece.

—Padre, tienen razón.

El Rey reprimió el impulso de abofetear a su hijo.

—Como veis —insistió el khusiano—, la opinión es unánime, así que si su majestad no encuentra algún otro motivo para impedir la celebración del torneo…

El Rey enseñó sus palmas a los representantes.

—Como ya he dicho, la idea del torneo me agrada tanto como al resto de los presentes, por lo que si tales son las circunstancias, no pondré ningún reparo a su celebración. Ahora, me temo que deben disculparme de nuevo, pues hay asuntos urgentes que requieren mi atención.

Acallando las protestas, el Rey tocó el hombro a su comandante y juntos abandonaron la sala.

—¿Y bien? —le preguntó lejos de oídos indiscretos.

—En efecto, no hay argumentos para justificar una negativa a la celebración del torneo.

—Concuerdo —dijo el Rey—. Negarse podría soliviantar a los mirtenses y daría al traste con la boda. Quien quiera que lo haya planeado sabe lo que se hace.

—Si no me equivoco, fue el khusiano quien sacó el tema.

—Por mucho rencor que nos puedan guardar, esos escorpiones del desierto no serían capaces de algo así. No, creo saber quién está detrás de esto, y debemos detenerle. Toma el mando de todo soldado que no esté buscando a los fugitivos y registra la ciudad, necesitamos encontrar a ese elfo oscuro. Habla también con los espías que vigilaban las distintas comitivas, quiero saber con quién se han reunido y qué se ha dicho en esas reuniones.

—Entendido. Respecto al príncipe, sabéis que hará todo lo posible por participar.

—Tan bien como que eso es con toda seguridad lo que buscan —replicó de mala gana—. Mi hijo es asunto mío, tú ocúpate de cazar a esa rata.

—Sí, Alteza. —El comandante enfiló el pasillo a paso ligero mientras el Rey miraba al techo, exhalaba con fuerza y regresaba a la sala.

—Agradezco su comprensión ante mis inevitables ausencias. Tratemos ahora de avanzar todo lo posible en el resto de asuntos antes de la parada para el almuerzo. Por cierto —se dirigió al enviado de Lewe—, mientras estén en palacio aconsejo a sus señorías que visiten a mi médico, es excelente.

El diplomático dejó de retorcerse en su silla para contestar.

—Lo agradezco, pero no sufro de dolencia alguna a tratar.

—Oh, ya veo. Bien, tan solo téngalo en cuenta; es realmente magnífico, especialmente en todo lo referido al aparato excretor. Y ahora, pasemos a otro tema.

 

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Escritor, autor de "Dragones Negros"