Dragones Negros | Capítulo 8

Anterior | Índice | Siguiente

08.
Instinto

 

Oscuridad. Sus ojos están abiertos pero no alcanza a ver nada. Allá donde la dirija, su mirada se pierde en las tinieblas.

Está tumbada entre oscuridad y vacío. Intenta moverse pero su cuerpo no le obedece. Sus brazos yacen, inertes, a lo largo del tronco. Intenta tranquilizarse pero su cuerpo se rebela. Sus pulmones se lanzan en una desenfrenada carrera contra su corazón.

Tranquila. Necesitas más aire. Inspira, aspira. Vamos.

El sudor perla su frente. La voz se le atasca en la garganta. Intenta liberarla en un grito desgarrador pero ella se niega a salir, tozuda.

Respira. Con calma.

Toma el control de la única parte del cuerpo que le responde y gira la cabeza. Y le ve. Sentado en las sombras, a su lado. Ella le ve y él la mira a ella. ¿Por qué la mira? «¿Quién eres?», pregunta su mente.

Respira.

Siente que la mira, pero no ve cómo la mira. Todo está oscuro, en torno a ella, a él, a todo lo que les rodea. Una figura indefinida, un ser, amigo, enemigo; no sabe qué o quién, pero sabe que la está mirando. Y que con su cuerpo inmovilizado no puede hacer nada por evitarlo. Y es entonces cuando se da cuenta de que está desnuda.

Respira, otra vez.

Un movimiento en las sombras la sobresalta. ¿Alguien más? «Ayuda», grita su mente mientras su voz mantiene la negativa a abandonar el refugio de su cuerpo. Pero no, no lo es. No es ayuda. Es su mano. Él está moviendo su mano. Hacia ella. Hacia su cara. Acercándola.

Respira.

Su cara.

Respira.

Oh, Diosa. Su cara.

Respira.

Ilahe misericordiosa, ¿dónde está su cara?

Respira, respira, respira, respira, respira, respira, respira, respirarespiraspira…

 

—¡No!

El grito retumbó en el interior de la caverna. Ilargia miró desorientada a su alrededor. Instintivamente, se dobló sobre sí misma y retrocedió arrastrándose, buscando el refugio de su lecho y encontrando aguda roca en su lugar. Un nuevo grito escapó de sus labios al sentir los filos y se levantó de un salto. Poco a poco, su mente fue alcanzando la consciencia hasta al fin despertar del todo y reconocer la cueva donde habían buscado refugio la noche anterior. Más tranquila, se arrodilló y rezó a su diosa en agradecimiento.

Ilargia odiaba esa pesadilla. Comenzó a tenerla al poco de entrar en prisión, y le había atormentado desde entonces. Las primeras veces apenas distinguía una mancha entre tinieblas, pero con el paso del tiempo la figura se fue haciendo más definida y comenzó a moverse hacia ella. Cuando despertaba, Ilargia trataba de reconstruirla y darle identidad, pero con los retazos de información que poseía, era como intentar pintar un amanecer utilizando únicamente negro y verde.

Amanecer. En la entrada de la caverna, la roca que Madt había usado para bloquearla y poder así descansar con cierta seguridad permanecía en su sitio, pero no la cubría por completo, dejando la parte de arriba descubierta y permitiendo penetrar la luz del sol. Ilargia aprovechó para inspeccionar su refugio, pero no había mucho que ver; la cueva era poco profunda y parecía vacía.

Se levantó para estirarse, perezosa. Pesadillas aparte, se sentía bastante descansada. Y hambrienta. Muy hambrienta. Fue a despertar a su compañero para comentárselo cuando al fin se percató: estaba sola en la caverna.

Extrañada, se acercó a la entrada a ojear el otro lado, pero no encontró a nadie.

—Oiga, señor —llamó sin mucha convicción. No hubo respuesta.

Trató de empujar la roca para salir, pero era demasiado pesada para ella. Tras algunas intentonas desistió y empezó a preocuparse. ¿Dónde había ido? ¿Por qué no le avisó de su partida? Ilargia había actuado hasta ese momento acuciada por las circunstancias, sin una oportunidad de decidir su próximo movimiento o de preguntarse por las intenciones del extraño que la liberó, pero ahora su mente recuperaba el tiempo perdido.

¿Le habría traicionado? Ridículo, él era tan fugitivo como ella. ¿Entonces? ¿Quizás la había abandonado para continuar su huida más rápidamente? Sonaba más plausible, aunque, de ser así, ¿para qué encerrarla? No, aquello tampoco tenía sentido.

A no ser que no la hubiera abandonado, sino que la hubiera vendido. A sus perseguidores o a otras personas. Atrapada como estaba, solo tenían que venir, mover la roca y hacerse con el botín.

No —pensó con inquietud—, no es probable que él…

¿Que él qué? Ilargia lo había conocido la noche anterior. Y en una celda, nada menos. Claro que ella también se encontraba en una, y no se consideraba una delincuente.

Cuantas más vueltas le daba más nerviosa se ponía. Decidió explorar su refugio en busca de una forma de abandonarlo. La hubiera vendido, traicionado o salido por alimento, otra salida le sería útil, y de paso mantendría su mente ocupada.

La entrada de la cueva la conformaba un suelo de roca despojado de cualquier otro elemento. Al fondo había un estanque de agua, y el techo que lo cubría ascendía formando una cámara por la que se filtraba algo de luz.

Apoyando los pies en las paredes que rodeaban el estanque, Ilargia buscó asideros para avanzar hacia la parte posterior y poder inspeccionar la cámara, inaccesible a la vista desde allí. Fue combinando estalactitas para las manos con resquicios en las paredes donde meter los pies para avanzar. Adelantando el cuerpo e irguiendo la cabeza en una posición algo forzada, alcanzó a ver una fuerte claridad un poco más adelante. Ilargia se inclinó hacia ella, soltó su mano más retrasada y la movió rápidamente al frente, buscando algo que la sostuviera. Su mano encontró agarre, y ese agarre la mordió.

Sorprendida por el repentino dolor, Ilargia se soltó, su cuerpo cedió a la gravedad y, con un estilo no muy elegante, se zambulló. El abrazo del agua helada le hizo buscar instintivamente el fondo con los pies y la superficie con los brazos. No era un estanque profundo, por lo que alcanzó ambos con facilidad.

Fuera del agua inspeccionó su mano: el mordisco se había producido entre el índice y el pulgar y no parecía muy profundo. Ilargia miró hacia arriba buscando a su agresor cuando la cueva se iluminó de repente. Girándose, se encontró con Madt observándola.

—Una pesadilla. Me levanté y… —Señaló sobre el estanque, jadeando por la impresión de la zambullida—. Estaba buscando una salida cuando… —Puso los brazos en cruz, mostrando su vestido empapado como explicación—. Puede decirse que he cumplido con mi aseo matutino —concluyó, sonriendo.

Madt le devolvió la sonrisa, bajando la vista con cierto pudor.

—Me alegra oírlo, una cosa menos por hacer. —Se acercó a ella con los ojos aún bajados y le tendió un amasijo de telas—. Tomad, salí a buscar algo de comida y ropas nuevas. Será mejor que os sequéis y os las pongáis.

Ilargia tomó las ropas y se dirigió al fondo de la caverna. Se sumergió de nuevo en el estanque y frotó su cuerpo con fuerza. Sintió que en cada pasada el agua se llevaba, junto a la suciedad, el sufrimiento y la desdicha de su cautiverio. Cuando salió se sentía limpia tanto por fuera como por dentro. Escurrió su larga cabellera castaña, la recogió en una cola y comenzó a secarse.

—Espero que os guste el pescado ahumado, princesa —dijo Madt—, es lo único que he podido encontrar.

—Por supuesto, muchas gracias —contestó ella mientras se vestía—. Son unas ropas muy bonitas, ¿de quién son?

—Me temo que cuanto menos sepáis, mejor.

Ilargia se detuvo a mitad de enfundarse el vestido y lo inspeccionó con detenimiento. Era una prenda sencilla de algodón sin adornos o filigranas, apenas un pequeño volante en la cintura. Su color blanco se fusionaba en los bordes con la piel de Ilargia, lechosa tras tanto tiempo alejada del sol; la humilde vestimenta de una humilde propietaria.

—¿Insinuáis que…? —dijo asomándose por encima de la roca para poder ver a su interlocutor. Éste se encontraba cambiándose a su vez, e Ilargia observó con sorpresa que la erupción que cubría su piel la noche anterior había desaparecido, descubriendo un dibujo en su hombro derecho.

—¿… lo robé? —completó Madt—. Sí, eso me temo. Os prometo que cuando contactemos con mis amigos será restituido a sus legítimos dueños. Mientras tanto, es mejor que pasearnos a plena luz del día con el uniforme de la prisión, ¿no os parece?

Ilargia no contestó. Terminó de cambiarse, se sirvió algo del pescado y se sentó a comerlo en silencio. Madt la imitó y ambos desayunaron inmersos en sus propios pensamientos.

Terminado el desayuno, Madt envolvió una piedra con los viejos ropajes y la hundió en el fondo del estanque. Se dirigió a la entrada y apartó de nuevo la roca con evidente esfuerzo.

—Se acabó el descanso, preciosa, hora de continuar moviéndonos.

—Ilargia —contestó ella, molesta—. Y no estoy segura de que sea buena idea salir al descubierto. ¿No teníamos a media ciudad tras nuestros pasos?

Sus ojos le sonrieron.

—Por supuesto, y eso es lo más gracioso: en estas situaciones, lo habitual es que la fuga se transforme en una frenética persecución de los cazadores tras los fugitivos. Y siendo los primeros por norma general más numerosos y veloces que los segundos, suelen finalizar a las pocas horas.

—Me dais la razón, pues.

—No del todo, porque en este caso nosotros nos retiramos de la carrera, pasando la noche a un lado de la pista mientras ellos continúan su marcha. Así, mientras nuestros perseguidores corren tras una presa inalcanzable, nosotros nos movemos entre ellos y la ciudad, hasta llegar a nuestro punto de reunión.

—Con vuestros amigos —dijo Ilargia—. Señor, no quiero que me malinterpretéis, agradezco todo lo que habéis hecho por mí, pero esta situación me supera. No os conozco, ni a vuestros amigos, y no sé cuáles son vuestras intenciones.

—Necesitabais ayuda y os la facilité —respondió Madt con una sonrisa—. No obstante, comprendo vuestras reservas, por lo que os propongo un trato: seguiremos juntos hasta que nos reunamos con mis amigos, y una vez nos pongan a salvo vos decidiréis.

—De acuerdo —contestó ella.

—De acuerdo —repitió Madt—. Y ahora, abandonemos este agujero y dejemos que los rayos de sol nos revitalicen.

En el exterior, Ilargia se vio abrumada por la cegadora claridad del sol. Sus ojos llevaban años sin enfrentarse a algo parecido, por lo que durante todo el trecho inicial tuvo que mantenerlos entrecerrados.

Años….

—Señor, ¿recordáis la conversación que tuvimos…?

—Sssschhtss —la acalló su compañero—. Estamos demasiado al descubierto aún, mantengámonos en silencio por ahora.

Ilargia calló, contrariada, y se limitó a caminar a su lado sin dejar de observar los alrededores. Avanzaban al resguardo de una maleza que les rodeaba y limitaba su visión, por lo que debían estar muy atentos ya que podían acercarse a una patrulla y no darse cuenta hasta que fuera demasiado tarde.

—Y bien, querida —dijo Madt tras un rato de caminata—, contadme algo más del templo donde os criasteis. Estaba en Mirtis, si mal no recuerdo, ¿cierto?

—Creía que debíamos guardar silencio —contestó ella, picada en su orgullo.

Madt le sonrió.

—Vamos, no seáis así. Hace un día estupendo y tenemos un largo camino por delante, intentemos disfrutarlo civilizadamente.

—Mirtis, así es —empezó con desgana—. Me abandonaron en la puerta con apenas unos días de vida.

—¿Vuestros padres?

—Lo ignoro, no dejaron ninguna nota.

—Y allí os criaron y educaron.

—En efecto. Una de las hermanas se ofreció para ser mi madraza y tutora, según la tradición. Una Madre Argéntea.

—¿Tradición? —rió Madt—. ¿Me estáis diciendo que el dejar niños en la puerta de los templos es algo tan habitual que han desarrollado un procedimiento a seguir?

—No os burléis. No sé si será habitual, pero cuando yo entré éramos al menos cuatro las Hijas de la Luna.

—Hasta un nombre…

—No os burléis, por favor —dijo ella endureciendo el tono—. Es algo muy importante para mí.

—Lo siento, tenéis razón. Es que, a diferencia de vos, yo no mantengo una relación demasiado cordial con los dioses.

—¿No sois creyente?

—Aunque os cueste aceptarlo, sacerdotisa, algunos no sentimos la imperiosa necesidad de rendir culto a todopoderosos entes invisibles.

—Lo sé, en el templo recibíamos a muchos enfermos y heridos que renegaban de cualquier tipo de fe. Aun así, los curábamos de todos modos.

—Bien hecho, vuestra diosa estará orgullosa.

—No lo hacíamos por orgullo o satisfacción personal. —La voz de Ilargia mantuvo su aspereza—. Nuestra diosa, Ilahe, es la diosa de la vida, por lo que al entrar en la orden juramos preservarla por encima de todo.

—Loable, pero un poco ingenuo. Irrealizable, más bien: a veces, la mejor manera de salvaguardar la vida es a través de la muerte.

—Eso es una barbaridad.

—¿Lo es? Tomemos como ejemplo a nuestro amado rey. ¿Acaso es su vida más importante que la de todos aquellos que la han perdido a sus manos? Si hubierais tenido la posibilidad de matarlo antes de que llegara al trono, ¿lo habríais hecho?

—No —contestó Ilargia sin dudar—. No me corresponde tomar esa decisión, los actos de cada persona son de su exclusiva responsabilidad.

—Creía que ibais a decir de vuestra Diosa.

—Ilahe indica el camino, es el hombre el que debe decidir si seguirlo o no.

—En algunos casos, da la impresión de que es Ölün quien les guía.

—Ese nombre es veneno para mis oídos —dijo ella con disgusto—. No entiendo cómo puede haber gente que rinda pleitesía a semejante ser.

—Y yo no entiendo cómo se puede creer en una Diosa de la Vida sin aceptar su anverso. Vida y muerte son inseparables, chiquilla, la una sin la otra carece de propósito.

—La muerte no es algo a aceptar, mucho menos adorar —repuso ella—: la muerte es el enemigo a batir.

—Muy poético, pero vuestras enseñanzas están sesgadas: ya en los primeros escritos se menciona la relación entre Ölün e Ilahe, ligando su origen.

Ilargia le miró extrañada.

—¿De qué escritos habláis?

—De los que no se enseñan en vuestro culto, me temo —suspiró él—. Eduquemos, pues, a la niña lunar rememorando la leyenda de Ölün e Ilahe. Nos servirá para matar el tiempo. —Madt volvió a inspeccionar los alrededores antes de comenzar su narración—. En el principio…

 

En el principio, el mundo era muy distinto del que ahora conocemos. Era un mundo joven, en formación: sus mares apenas charcos, sus montes pequeñas colinas de las que brotaban exiguos manantiales llamados a convertirse en los caudalosos ríos que hoy nutren nuestras ciudades.

El mundo era joven, y era solitario, hasta que apareció Ilahe. Surgió como parte de un proceso natural: cuando el mundo la necesitó, ella acudió. Apenas nacida se arrastró, gateó, anduvo a lo largo y ancho del mundo, explorando hasta el último rincón. Era su campo de juegos, pero estaba vacío. Sintió que debía ponerle remedio.

Sus primeros pasos fueron complicados. Configuró los elementos y los combinó de todas las maneras imaginables, pero sus creaciones caían una tras otra a sus pies, inertes. Frustrada, comenzó a llorar, y cuando las lágrimas alcanzaron su obra, ésta encontró el componente que le faltaba. Y así, Ilahe creó la vida.

Como en todo proceso, hubo un período de aprendizaje, durante el cual todas las criaturas que salían de sus manos eran pequeñas, torpes e inofensivas. Conforme su madurez se fue asentando así lo hizo su confianza, y trabajó en diseños más y más complejos cada vez, más y más grandes, más y más feroces. Por toda su superficie, el mundo palpitaba con la nueva vida: los bosques brotaban, los mares se expandían, las montañas crecían. Ilahe subió al más alto de los montes, escogió una cueva como su hogar, se sentó en el risco externo y observó, sonriendo. Amaba a su creación y su creación le amaba a ella.

Y así, en la cúspide de su poder, Ilahe se embarcó en un canto de amor definitivo a su obra, la criatura que representaría su mayor desafío y a la vez su mayor orgullo.

Cinco días con sus cinco noches estuvo trabajando sin cesar, usando los materiales más puros que existían, forjando los huesos de impoluto marfil, modelando los colmillos en nácar, cubriendo la carne con escamas de brillante obsidiana. Y al sexto día, el dragón despertó.

Ilahe lo observó: era magnífico, la criatura más grande y hermosa que una diosa podía imaginar. Se acercó a él, le besó en la frente y, embriagada por la emoción, hizo algo que nunca había hecho antes con ninguno de sus hijos: le puso un nombre.

«Ölün».

El dragón exhaló, salió de la caverna y echó a volar, majestuoso. Ilahe contempló su obra maestra y regresó a la cueva para fabricarle compañía.

El tiempo pasó. Los dragones, los favoritos de Ilahe, reinaban sobre el resto de criaturas, y sobre ellos reinaba Ölün. Ilahe contemplaba su obra con alegría, pero una extraña sensación comenzó a perturbarla. Su mundo funcionaba pero ella no estaba satisfecha. Pasaba los días observando a sus criaturas, pero sobre todo pasaba las noches observándole a él, a Ölün. Su mayor logro, su obra perfecta. Su amor.

Ilahe no comprendía sus sentimientos, pero sí sus deseos; una noche, vistió el cuerpo de una dragona blanca y bajó al mundo a buscarle. Le encontró volando, solitario y poderoso, con su silueta negra recortándose contra el paisaje como si al mundo le hubieran arrancado un pedazo. Se aproximó a él, y cuando sus ojos se posaron en ella su corazón dejó de latir.

«¿Quién eres?» preguntó él.

«Tu destino» contestó ella.

«¿Qué buscas?»

«Completarte».

Con un deseo inflamado por la pasión de su juventud, Ilahe se abalanzó sobre él. Sus cuerpos se fusionaron en uno nuevo: cuatro alas, dos cabezas, un único corazón. Se retorcieron, se enfrentaron, se sometieron, volaron. Esa noche consumaron su amor una y otra vez sobre el mundo que ambos regían. Se sintió plena y saciada por primera vez en toda su existencia.

Murió la noche, nació el día, e Ilahe notó que con su encarnación había adquirido una serie de nuevas necesidades. Su amante las percibió y partió en busca de algo para apaciguarlas. Cuando regresó junto a ella y le ofreció el trofeo que portaba en la boca, Ilahe retrocedió, asqueada ante el cadáver de un hipogrifo, una de sus más hermosas criaturas. Miró a su rey buscando explicaciones y éste se las dio.

«Es comida, para ti» le dijo.

«No la quiero, es horrible».

«Pero debes comerla, morirás si no lo haces».

Ilahe salió de la cueva y se asomó al risco.

«Ven, amado mío, observa cómo todas esas criaturas se alimentan y viven».

Ölün se acercó y observó por toda la superficie del mundo a cientos de criaturas pastando.

«Pero nosotros comemos carne. Es nuestra naturaleza».

«Es repugnante, a partir de hoy dejaréis de hacerlo» sentenció ella.

Y así fue como los dragones, por orden de su monarca, sustituyeron su consumo de carne por el de plantas, e Ilahe observó complacida cómo las que hasta ahora eran sus presas podían dejar de temerlos y vivir en paz.

Los siguientes meses transcurrieron plácidos, con rey y reina compartiendo su amor con sus hijos y súbditos. Todos los dragones habían aceptado gozosos a su nueva regente, salvo una excepción. Uno de los machos, un joven dragón verde, miraba receloso a su monarca; ansiaba su poder pero, ante todo, ansiaba a su compañera. Un día, se presentó en la caverna y lanzó un desafío a su rey: luchar por su corona y su hembra. A muerte.

Ölün salió a responder el desafío pero Ilahe se interpuso.

«Es demasiado joven, y tú demasiado poderoso» dijo.

«Es un adulto, y debemos respetar su decisión» fue la respuesta.

Ölün se alzó en un parpadeo y embistió a su oponente. La batalla fue rápida; el resultado, previsible. Ölün clavó sus garras en el cuerpo del joven y abrió su carne, bebió su sangre y consumió su corazón. Mientras los despojos llovían sobre el lejano suelo, Ölün regresó con su amada, que le miraba aterrorizada.

«Es horrible» le dijo.

«Es nuestra naturaleza» contestó él.

«No, ya no. No apruebo este comportamiento. Soy tu reina y como tal prohíbo las peleas a muerte entre dragones. Tú eres su rey, vigilarás que dicha orden se cumpla».

Y, de nuevo, así fue. No hubo desde entonces un solo duelo o pelea entre dragones, dejando la resolución de disputas al criterio de su rey, Ölün, aconsejado por su reina, Ilahe. Y fue una época tranquila y próspera para los dragones, que sin luchas intestinas incrementaron su número hasta cotas nunca antes alcanzadas, ocupando tierra, aire y agua. Ilahe se retiró entonces a arrullarse junto a su amado, satisfecha de su buen juicio.

Pero su mundo no lo estaba. El rápido crecimiento en el número de dragones, sin depredadores que los asediaran, provocó que los pastos se consumieran con rapidez, dejando al resto de criaturas sin fuente de alimento. Desesperadas, esas criaturas abandonaron sus dominios en busca de comida, dejando tras de sí suelo yermo y sin vida. Los dragones, sin pasto del que alimentarse ni animales para sustituirlo, enloquecieron de hambre y comenzaron a atacarse unos a otros.

Una somnolienta Ilahe escuchó el sonido de la lucha y salió de la cueva para descubrir su origen. Espantada, contempló cómo el mundo que había construido con tanto amor, se había transformado en un furioso amasijo de dientes y garras. Los cadáveres llovían del cielo, se amontonaban en tierra y anegaban los océanos. Y en el centro de la matanza encontró a su rey: sus escamas habían pasado del azabache al escarlata, sus colmillos brillaban rojos en la noche, sus alas se movían pesadas por la sangre que las empapaba.

«¿Por qué hacéis esto?» le preguntó entre lágrimas.

«Porque no tenemos otro remedio: tú nos obligaste a cambiar lo que somos, y ahora sufrimos las consecuencias. Tú has originado esto, y es por ello que debes morir».

«Pero yo te quiero, os quiero a todos. Yo os creé, solo buscaba vuestro bienestar».

«Lo sé, mi amor» contestó él. Y la devoró.

Finalizada su tarea, Ölün abandonó los huesos de su amada en el risco y se internó en la caverna. Abrió nuevos y profundos pasadizos, descendiendo hasta el corazón de la montaña, donde el último de los dragones desapareció para siempre.

En el exterior, Ilahe recuperó su forma primordial y, como una brillante esfera blanca, ascendió al cielo a observar cómo su amado se exiliaba del mundo. Bajo ella, una masa de agua comenzó a formarse.

Con el paso del tiempo, la tierra se nutrió de los cadáveres y la sangre, generando a partir de ellos nuevas criaturas que sustituyeran a las antiguas. Los suelos recuperaron su verdor y los mares bulleron. La vida regresaba, más fuerte y salvaje, ocupando todos los rincones del mundo excepto uno, el formado tras el ascenso de Ilahe: el lago cuya agua salada y amarga no permitía que nada creciera en él.

 

Madt calló. Ilargia, a su lado, le observaba expectante.

—¿Y? —preguntó.

—Y… nada, ésa es la historia —contestó Madt.

—Es muy triste.

—Estas historias suelen serlo. Cuando los dioses andan cerca, las desgracias no se hacen esperar.

—Pero su intención era buena, no fue culpa suya.

—¿De quién, si no? —rió Madt—. Las peores tragedias pueden estar engendradas por las mejores intenciones, chiquilla; es el resultado final el que cuenta.

—Independientemente del resultado, el mensaje me parece terrible. No fui educada para creer en la inevitabilidad del destino: tenemos opciones, podemos cambiar.

—No, no podemos —sentenció él—. No en lo importante, al menos. Podemos pulir aristas y variar nuestro exterior, pero no nuestra esencia. Eso permanece inalterable hasta el día que morimos.

—Es un pensamiento muy triste.

—Es una historia triste, ¿no es cierto? —sonrió—. Pero, dejando de lado las consideraciones sobre el libre albedrío, la historia expone a la perfección lo que comentaba antes, la íntima relación existente entre dos polos aparentemente opuestos.

—Claro, vos podéis defenderla, no es vuestra Diosa la que aparece retratada como una fornicadora de lagartos.

Madt dio un respingo y la miró sorprendido. Ella le devolvió la mirada con sus pecas alineadas con picardía alrededor de sus ojos castaños.

—Vaya con la princesita —rió—. Sois sin duda un pozo de sorpresas.

—Bueno, crecer en un templo no te libra de… —Ilargia calló cuando Madt le frenó con su brazo, pidiendo silencio. Un sonido sordo recorrió el bosque.

—Señor, qué… —susurró asustada.

Madt no contestó y se irguió lo más que pudo, atento. Un segundo sonido contestó al primero.

—Cuernos —explicó a Ilargia—. Llaman a las patrullas para que regresen, algo ha debido ocurrir. Se acabó el paseo, alteza: más vale que encontremos enseguida un refugio o podemos despedirnos de este mundo.

 

Anterior | Índice | Siguiente

2 comentarios sobre “Dragones Negros | Capítulo 8”

  1. Aprovechando mi vuelta de Madrid en tren he aprovechado para leerme los siete capítulos (ejem…) que tenía atrasados. Lo malo es que he acabado una hora y media antes de llegar!
    Sigue así 🙂 nos tienes enganchados.

Responder a Claudio Vosco Cancelar respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Escritor, autor de "Dragones Negros"