Dragones Negros | Capítulo 7

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07.
Peones

 

Como cada mañana, cuando él despertó el dolor llevaba largo rato en pie. Se incorporó, con cuidado de no molestar a sus compañeros de descanso, y se frotó las rodillas. Con la circulación restablecida, cogió su frasco de ungüento y salió del carromato.

En el exterior, el frescor del rocío le tonificó. La claridad había tomado el cielo y esperaba, mansa. Baltar se desperezó, inspiró con fuerza y se internó en el bosque, abandonando los carromatos y caballos que, dispuestos en círculo, conformaban su campamento. El dolor de las rodillas se acentuó al iniciar la marcha, como cada mañana, y Baltar lo ignoró, sabiendo que remitiría al calentarse las articulaciones, como cada mañana. Ese dolor le acompañaba más de diez años ya, y era una dolencia común entre los enanos de gran edad como él, consecuencia de su estilo de vida.

Desde muy pequeños, los enanos ayudaban a su comunidad en aquello que ésta les requiriera, lo que en el caso de los niños significaba trabajar en las minas. Por su reducido tamaño resultaban idóneos para internarse en estrechas galerías naturales, y extraer muestras que guiaran a los adultos a vetas merecedoras de explotación. Baltar no había sido una excepción, y a los siete años repartía su tiempo entre la escuela, los juegos y la minería, al lado de su padre. Conforme los niños crecían, las tareas que se les encomendaban aumentaban su dureza, por lo que sus cuerpos atravesaban la fase de desarrollo sometidos a un gran esfuerzo físico. Eso explicaba que la constitución enana fuera una de las más fuertes de Vitalis.

El camino que había tomado esa mañana era ligeramente ascendente, lo que exigió un esfuerzo extra a sus marchitos miembros. Desde su campamento, en la ladera de uno de los montes que rodeaban Hyrdaya, Baltar podía ver toda la ciudad y gran parte del palacio que la coronaba. Era una vista imponente, para tratarse de construcciones humanas, claro.

En las profundidades de las Fauces, en la ciudad subterránea de Agarta, donde los enanos habían establecido su hogar, existían edificaciones, galerías y salones que empequeñecían cualquier otra construcción del continente. No en vano, los enanos habían hecho de su habilidad artesana su mayor virtud. De ahí que cuando uno de los suyos alcanzaba la edad adulta se le asignaba un maestro en la especialidad de su elección, y a sus órdenes aprendía todo lo necesario para su práctica. Estas enseñanzas solo se transmitían de boca enana a oreja enana, ya que era la única moneda de cambio que podían usar en sus tratos con el resto de razas, y de perderla su supervivencia peligraría. Ese era el motivo por el que compartir esa información con algún no-enano estuviera tajantemente prohibido. Cuando llegó su turno de elegir, Baltar se decantó por la herrería y la orfebrería.

Paró un momento a descansar. Se apoyó en el bastón para masajearse la rodilla derecha. Su destino estaba casi a la vista y no quería demorarse.

Con la madurez alcanzada y el oficio elegido, ya solo le restaba una tarea importante: casarse. Aunque las hembras de su especie seguían un proceso de maduración parecido al de los machos, al alcanzar ese punto divergían: una vez unidos en matrimonio, la comunidad esperaba que pronto tuvieran hijos que perpetuaran la especie, y que fuera la madre la encargada de su crianza. Baltar apenas dudó en su elección. Desde muy pequeño había pasado la mayor parte de su tiempo libre junto a la vecina de la cueva que compartía con sus padres, abuelos y cuatro hermanos. La cría protestona y regordeta que le quitaba los juguetes, le lanzaba puñados de barro para divertirse y le hacía llorar demasiado a menudo como para sentirse cómodo reconociéndolo. Supo que sería su esposa desde el momento en que se conocieron.

Cuando llegó a su destino, limpió una roca y se sentó sobre ella. Se subió las perneras de los pantalones y aplicó el ungüento a sus rodillas, frotando enérgicamente cada pasada. Delante de él se extendía un barranco. Esperó.

Aquellos fueron, como era previsible, los años más felices de su vida. Pasó cinco años construyendo, excavando y puliendo su casa hasta que por fin pudieron instalarse en ella. Casi inmediatamente, ella quedó embarazada. Durante la crianza de su hija esas cuevas fueron, como para la mayoría de enanos, todo su mundo, y nunca deseó que fuera de otra forma. Su familia estaba allí, su raza estaba allí, su casa, su esposa, su hija… ¿Qué había allá fuera para él?

Cerró el bote de ungüento y se arrebujó en la chaqueta. Ese maldito exterior le minaba la constitución con sus imprevisibles cambios de tiempo. En las cuevas contabas con la seguridad de que, sin importar la estación del año en la que te encontraras, la temperatura se mantendría estable, sin molestos fenómenos climatológicos que perturbaran tu rutina. Allí fuera, sin embargo, nunca sabías si ese día tocaría trabajar, luchar contra una tormenta o quedarse atascado en alguna de aquellas irritantes nevadas. Habría quien disfrutara adaptando su actividad diaria a semejante caos, pero él, habiendo traspasado de sobra la esperanza de vida de su raza, no tenía fuerzas ni interés en adaptarse.

Empezaba a dormirse de nuevo cuando por fin comenzó. Los primeros rayos hendieron el cielo como lanzas iridiscentes y abandonaron de inmediato su perpendicularidad, trazando una curva descendente al tiempo que su creador emergía en el horizonte. Las sombras nacieron y alcanzaron su máxima extensión con inusitada rapidez. La claridad del cielo prendió, deshaciéndose en infinitos tonos violáceos y anaranjados. Las nubes interrumpieron su marcha y quedaron colgadas en el cielo, inmóviles; toda la creación parecía contener el aliento para observar hechizada el espectáculo. Como cada mañana, Baltar se unió a ella; como cada mañana, una placentera serenidad le invadió mientras lo hacía.

Que las ventajas de vivir en la cueva fueran obvias para cualquiera con un mínimo de raciocinio, no era impedimento para apreciar las que la vida en la superficie ofrecía, entre ellas el poder disfrutar de fenómenos tan majestuosos como aquel. En su hogar disponían de mecanismos para llevar la luz natural a las profundidades de la montaña, como galerías pulidas o juegos de espejos, que les permitían guiarse por ciclos diurnos como las razas de la superficie. Pero la luz que les llegaba era una luz vieja y gastada, nada que ver con los imponentes rayos que en ese momento inflamaban el mismo aire a su paso.

Con el ungüento absorbido por su piel, Baltar regresó al campamento, donde reinaba una perezosa quietud. Sacó pedernal de su bolsa y lo acercó a unas agujas de pino resecas embutidas bajo unas ramas. Rascó la hoja de su hacha contra la piedra y una lluvia de chispas cayó sobre la yesca. Baltar la sopló hasta que de su interior se filtró un espeso humo blanco. Cuando se estabilizaron las llamas colocó sobre ellas huevos, cecina y carne en una sartén ajada por los bordes; la misma sartén que había servido, desde que él la forjara, para preparar el desayuno en su casa durante años.

Con aquella sartén había alimentado a su hija desde que empezara a consumir alimentos sólidos hasta que, tras un período de tiempo que Baltar recordaba no más largo que un suspiro, contrajera matrimonio. La idea no lo volvió loco de contento, pero no era prerrogativa de un padre interferir en los asuntos de una enana adulta. Inevitablemente, su hija iba a abandonar el hogar familiar, tal y como había hecho él tantos años antes, y era poco probable que cualquier otro pretendiente hubiera obtenido mejor recibimiento que el que dispensó Baltar a su futuro yerno. Pero esa elección resultó ser el principio del fin de su idílica vida.

Ragnar, el marido de su hija, había elegido como oficio seguir cavando en las minas, pues aquel era uno de los trabajos mejor remunerados en la comunidad. Le llevó poco tiempo descubrir el motivo, ya que un derrumbe le quebró la pierna de forma horrible, dejándole incapacitado para realizar su trabajo. Aunque en estos casos la comunidad proveía una pensión, pronto se desveló escasa para cubrir las necesidades de dos personas, mucho menos las de tres.

—Mmm, ¡cecina! —dijo una voz infantil tras Baltar—. ¡Desayuno! —Una jovencísima enana había salido del carromato y se dirigía hacia la sartén, con la coleta rojiza rebotando con jovialidad al compás de su trotecillo.

—¿Es esa forma de dar los buenos días? —le regañó él.

La niña le miró confundida. Al instante recuperó la sonrisa, corrió hacia él y le besó la mejilla.

—Perdona, abuelo. Buenos días.

Tras el saludo permaneció de pie frente a él, observándole suplicante. Baltar se cruzó de brazos y la miró con expresión severa. El duelo de voluntades fue breve.

—¡Tengo hambre! —dijo ella—. ¿Puedo comer, abuelo? ¿Por favor?

Baltar relajó su rostro y asintió.

—De acuerdo, voy a servirte tu plato. Mientras, lávate las manos y siéntate en tu sitio. ¡Dem! ¿Qué te acabo de decir? Deja ese saltamontes, lávate las manos y siéntate, vamos.

El nacimiento de la pequeña Dem era el último recuerdo genuinamente alegre que conservaba. Era costumbre entre los enanos que, en caso de que no pudieras proveer a tu familia, no incrementaras su número. Al fin y al cabo, era lo más lógico. Por desgracia, el embarazo de su hija se produjo antes del accidente de Ragnar, lo que dejaba el hogar en una difícil situación. Baltar se ofreció a acoger a los tres bajo su techo, pero su orgulloso yerno se negaba una y otra vez, tomándolo como una ofensa personal. Intentó volver a trabajar en las minas, pero con una pierna inutilizada era más un estorbo que una ayuda, y su avanzada edad le impedía aprender un nuevo oficio. La hija de Baltar pasaba temporadas cada vez más largas en el hogar de sus progenitores, donde desahogaba las penas con su madre.

La situación fue deteriorándose hasta alcanzar una trágica conclusión cuando la patrulla ciudadana llegó a la cueva de Baltar, buscando a su yerno. Al conocer el motivo sintió cómo la vergüenza le golpeaba de un modo casi físico: guiado por la desesperación, Ragnar había vendido a habitantes del mundo exterior secretos de los oficios enanos a cambio de oro y comida. Fue sorprendido en uno de esos intercambios y llevaba en fuga desde entonces.

Con las principales entradas de Agarta vigiladas y el fugitivo lisiado, fue solo cuestión de tiempo que le atraparan. El juicio fue rápido y la sentencia firme: desterrado de por vida. La hija de Baltar, destrozada, decidió mantenerse junto a su marido, abandonando hogar y familia por él. Y a su hija.

La apacible vida de Baltar dio un vuelco a partir de entonces. Su hogar pasó a ser una simple cueva, fría y gris. Su esposa, aunque contenta de tener de nuevo un bebé que criar, extrañaba enormemente a su hija, y al mismo tiempo se culpaba de no haber sido capaz de darle más hijos a su marido. A pesar de las innumerables horas que Baltar pasó convenciéndola de que nada de lo que había pasado era culpa suya, su pena no atendió a razones y la consumió, provocando su muerte.

Por primera vez en toda su vida, aun viviendo en unas galerías repletas de miembros de su raza, Baltar se sintió completamente solo. Su trabajo perdió sentido sin una familia que sustentar, y los crímenes cometidos por su yerno habían dejado la reputación familiar demasiado en entredicho, como para poder confiar en que la comunidad se hiciera cargo de su nieta. Finalmente, se vio forzado a tomar la decisión más dura de su vida: empaquetar sus pertenencias y partir hacia la superficie con Dem, donde quizás pudiera encontrar a sus padres o, por lo menos, un futuro para ella.

Baltar reposaba su vista en lontananza cuando el chisporrotear de la panceta cociéndose en sus propios jugos le indicó que el desayuno estaba preparado. Retiró la sartén del fuego y sirvió los platos mientras Dem observaba el proceso sentada en un tocón, con las manos bajo los muslos y el cuello estirado hacia la comida. Su abuelo le alcanzó un plato.

—Espera un poco antes de empezar, todavía está caliente, ¿de acuerdo?

En cuanto Dem tuvo el plato a su alcance lo agarró con ambas manos, se lo acomodó en el regazo y se llevó un trozo de carne a la boca. Enseguida lo escupió de vuelta.

—¡Quema! —protestó.

—Claro que quema, te acabo de decir que está caliente —le riñó su abuelo—. Sóplale un poco para que se enfríe.

La niña se entregó con ahínco a la tarea encomendada, comprobando periódicamente la temperatura de la carne con la punta de los dedos. Baltar sirvió otro plato y lo dejó aparte.

—¿Aún no se levantado ese haragán?

—¿Qué es un haragán? —preguntó una inquisitiva Dem.

Ignoró a su nieta y se dirigió hacia el carromato. En su interior, un bulto de mantas roncaba despreocupadamente. Desde el exterior, Baltar cogió un cubo de agua y se lo lanzó.

—¡Joder! —protestó el bulto—. ¿Te has vuelto loco, viejo?

—Otra palabrota enfrente de la niña y te comes el cubo —respondió muy serio Baltar—. Levántate de una vez, la ciudad está a punto de abrir sus puertas y tenemos que preparar los carros.

—Podrías haberlo pedido, nada más —rezongó un joven humano saliendo de entre las sábanas.

—Menos protestas y arriba, siempre eres el último en levantarse —zanjó Baltar antes de regresar a su desayuno.

La incorporación de Brad no fue algo planeado. Sus caminos se cruzaron cuando Baltar comenzaba a consolidar su negocio de compra y venta de artesanía. Sus habilidades enanas le permitían discernir qué piezas eran realmente valiosas, consiguiendo de ese modo auténticas gangas en mercadillos de pueblos, que luego revendía a precios muy superiores en las capitales. Fue en uno de esos mercadillos donde observó un movimiento en las telas de la parte posterior de su carro. Al acercarse a investigar, un joven humano saltó sobre él, intentando sobrepasarle y escapar con un joyero bajo el brazo. Baltar reaccionó rápidamente y agarró al muchacho de la camisa, limitándose entonces a dejar que su cuerpo ejerciera de ancla y frenara en seco la huida del ladrón, derribándolo de paso. Una vez en el suelo, Baltar se sentó sobre su pecho y lo inmovilizó.

—Debería cerrar el carro con más cuidado, veo que las alimañas son enormes por aquí —dijo a su presa.

—Vete a la mierda y suéltame —recibió como respuesta—. No sé de qué hablas, no he robado nada.

—¿En serio? Quizás deberíamos acercarnos a algún soldado de los que patrulla el mercado y preguntarle su opinión y, de paso, si te conoce. —La expresión de su prisionero se suavizó de inmediato—. No es una idea que te entusiasme, ¿verdad?

—Haz lo que quieras, no me importa —replicó el muchacho, desafiante. Baltar lo estudió: le calculaba no más de trece años, y la desesperación en su mirada le recordó a la que todos los días le devolvía su reflejo en el espejo. Acostumbrado por las circunstancias a tomar decisiones difíciles, decidió arriesgarse.

—Tengo algo que proponerte: eres alto y fuerte, cosa que me hace falta para llevar mi negocio, cargar y descargar mercancía, y conducir un segundo carro. Si estás interesado te puedo dar comida y alojamiento, así como una paga diaria. Si no estás interesado te puedes largar ahora mismo.

Su prisionero le miró con resquemor.

—¿Qué paga?

—Para empezar, tu paga de hoy será no denunciarte a la guardia. —Baltar se levantó y le tendió la mano—. ¿Trato hecho?

El muchacho siguió observándole, escéptico. Al final agarró la mano que le ofrecían y se levantó, dejando a Baltar observando su entrepierna.

—De acuerdo.

Baltar incrementó la presión de su mano y tiró hacia abajo de su nuevo socio hasta obligarle a poner la cara a la altura de la suya.

—Si por un momento crees que mi edad o mi estatura me convierten en una presa fácil para algún tipo de robo o ataque, antes de que hagas nada quiero que pienses en dos cosas: en que tengo un hacha, y en qué parte de tu cuerpo me queda más a mano para asestarle el primer golpe.

De esa manera, Brad se convirtió en el tercer miembro de su grupo. Durante los primeros días, Baltar mantuvo sobre él una vigilancia constante que fue relajando con el transcurrir de las semanas. Su nuevo socio, aunque dotado con la actitud chulesca y condescendiente propia de los adolescentes de su raza, se adaptó muy satisfactoriamente a su nuevo trabajo, y además demostró tener mano para los niños, haciendo buenas migas con Dem.

Baltar rebañaba su plato cuando un despeinado Brad se les unió.

—¡Buenos días, Brad! —le recibió entusiasta Dem—. ¿Has dormido bien, verdad?

—He dormido muy bien, muchas gracias —sonrió Brad—. ¿Por qué lo preguntas?

—Tienes pelo de almohada —rió la niña.

—¿Ah, sí? Me parece que no voy a ser el único, pequeñaja —contestó Brad, revolviéndole el cabello mientras ella intentaba escapar de su abrazo entre risas.

—Dejaos de juegos y terminad el desayuno, partiremos en breve —atajó Baltar.

—Sí, señor —contestaron los jóvenes al unísono.

Mientras ellos terminaban su comida Baltar aireó las mantas y aseguró el contenido de los carros. Durante el tiempo que había estado vagando por las tierras exteriores había ahorrado una cantidad considerable de dinero, confiando en poder asentarse un día y darle por fin a Dem un hogar donde crecer y educarse. En su periplo por los pueblos humanos había descubierto que, salvo escasas excepciones, su raza no despertaba suspicacias ni rechazo. De hecho, su habilidad como herrero era bastante apreciada, y el ofrecerse a reparar gratuitamente todo tipo de objetos, le había granjeado una buena fama en los pueblos cercanos a Hyrdaya. Por desgracia, no la suficiente para conseguir crédito de ningún banco o casa de empeño.

—Abuelo, vienen caballos.

Baltar abandonó sus tareas y salió del carro. Siempre pernoctaban en el interior de los bosques para evitar los caminos transitados y los salteadores, protegiendo así su carga hasta que pudiera contratar algún tipo de escolta. Él había sido instruido en el combate en su juventud, como todo enano, pero eso había sido hace mucho; y Brad, a pesar de sus bravuconerías, aún era un crío.

—Quédate aquí, cariño, tu abuelo va a ver qué quieren esos señores.

Con su hacha en el interior del carro, Baltar deslizó el cuchillo de la carne en uno de sus bolsillos y se dirigió hacia la hoguera donde Brad, totalmente erguido, intentaba ocultar su temor tras una fachada de fiereza.

—Tienen mala pinta, viejo —le susurró.

—No hagas nada y déjame hablar a mí. Si hay problemas, coge a Dem, montad a caballo y huid tan rápido como podáis, ¿entendido?

—Buenos días, caballeros. —El jinete que iba en cabeza era un hombre enorme, calvo y de fino bigote—. Sentimos el pasmo pero nada debéis temer, somos hombres del rey al acecho de dos fugitivos. ¿Por ventura divisasteis a alguien durante la noche? ¿Hombre o mujer?

El resto de jinetes se agruparon detrás de su líder. Uno de ellos, cuya nariz aguileña sobresalía de la cortina de pelo que cubría su cara, se puso a su lado.

—Lo sentimos, noble señor, pero no vimos nada durante la noche —contestó Baltar—. Somos mercaderes ambulantes, aquella es mi nieta y éste mi ayudante. No conocemos a nadie de la zona.

—Lamento oírlo —sonrió el hombretón—. Sin recelar su palabra, sería de gran ayuda que permitieran a alguno de mis hombres registrar sus vehículos. ¿Algún problema?

Baltar observó a los hombres: excepto los dos que iban por delante, todos lucían el uniforme del ejército de Hyrdaya, armadura y espada incluidas.

—Por supuesto, ningún problema —contestó.

—Agradecido. —Su interlocutor se giró y señaló a cuatro hombres para que desmontaran. Uno se quedó junto a ellos y los otros tres comenzaron a registrar los carros. Baltar intentaba mantener la compostura mientras por el rabillo del ojo vigilaba a su nieta.

Tras unos instantes, los hombres regresaron al exterior.

—Nada —gritó uno—. Hierros, joyas, mercancías, pero ningún fugitivo.

—Excelentes noticias, convendrá —sonrió Grillete.

—Aquí hay unas huellas —dijo otro—. Parece que se dirigen hacia la ladera y vuelven —finalizó antes de comenzar a seguirlas.

Grillete se giró hacia Baltar.

—¿Motivo?

—Nada importante —contestó éste—. Padezco una dolencia en mis rodillas; todas las mañanas salgo a pasear para estirarlas y sacudirles la humedad de la noche.

—Nada arriba —dijo el soldado, volviendo de su expedición—. Las huellas llegan hasta un acantilado y vuelven, nada más.

Grillete escuchó mientras mantenía un frío escrutinio sobre Baltar. Éste sostenía su mirada con todo el aplomo que pudo reunir.

—Seguro que sí. —La sonrisa volvió a los labios del cazarrecompensas—. El amargo coste de la longevidad. Caballeros, retomemos nuestro encomiendo.

Los hombres del suelo retornaron a sus monturas, listos para continuar la marcha.

—Un momento —gritó uno de los jinetes. En su uniforme portaba unos galones, y uno de los soldados que habían inspeccionado los carromatos estaba a su lado, manteniendo sobre Baltar una mirada que le inquietó profundamente—. Puede que no haya ningún fugitivo entre ellos, pero eso no significa que queden libres de sospecha. —Se dirigió a Baltar—. ¿Qué hacíais aquí acampados, enano?

—Aguardábamos el alba para entrar en la ciudad y poner a la venta nuestras mercancías —contestó éste.

—Mercancías, ¿eh? —El jinete intercambió una mirada de complicidad con el soldado a sus pies—. ¿Y en qué consisten esas mercancías, si puede saberse?

—Orfebrería, metales… Soy herrero, me gano la vida vendiendo mis productos y servicios.

—¿Y portas la licencia para ejercer como tal?

Baltar tragó saliva. Recorrió las caras que le observaban buscando algún apoyo pero, salvo la angustiosa mirada de Brad, solo halló glaciar indiferencia.

—Me he expresado mal —replicó—, aunque en mi tierra era herrero no he vuelto a practicar dicho oficio desde que partí. Me sustento vendiendo los productos con los que abandoné mi hogar, tratando de reunir el dinero necesario para regularizar mis papeles.

—No es eso lo que has dicho hace un momento.

—Lejos en mi intención resultar grosero a las partes —interrumpió Grillete—, pero confieso escapa a mi comprensión el propósito perseguido, cabo.

—El propósito es simple —contestó éste—: somos soldados del Rey, y velamos por su justicia. Lo visto hasta ahora me lleva a sospechar que nos hallamos ante unos vulgares contrabandistas.

—Vulgares, concuerdo —replicó Grillete—. Alejados también del objetivo de mi paga.

—Tú céntrate en tus presas, cazarrecompensas, y déjame a mí las mías.

Grillete guardó silencio, estudiando a su interlocutor y a los soldados que le acompañaban. A su lado, Espolón mantenía su puñal desenvainado oculto bajo la capa. Desde el suelo, Baltar observaba impotente la escena.

—Aclarado —dijo al fin el cazarrecompensas—, ningún sentido el discutir. Quedaos los hombres precisos, nosotros proseguimos.

Espolón envainó su arma y siguió a su compañero. Cuando pasaron junto a Baltar, Grillete le dedicó una mirada compasiva antes de perderse entre la maleza. En el claro, el cabo y sus tres secuaces observaban la partida del resto.

—Mi cabo, no entiendo… —dijo el más joven.

—¡Silencio! —atajó su superior. A sus pies, el soldado que había hecho el registro miraba los carromatos con la avaricia esculpida en la cara. Baltar, por su parte, permanecía en su sitio, buscando una salida para aquella situación.

—Bien, ya se han ido —dijo el cabo bajándose de su caballo—. Lem, vigila a esos dos. —Señaló a Baltar y Brad—. Los demás tenemos que hablar.

El más joven de los soldados se situó junto a Baltar, manteniendo una insegura postura marcial. Hasta ellos llegaban retazos de la conversación.

—… en un bolsillo secreto, las he visto. Oro y joyas suficientes para los cuatro.

—¿De qué habláis, vosotros dos? No podemos quedarnos su mercancía, ¿estáis locos?

—Cierra el pico, Shane. Yo soy el que posee rango superior y mi palabra manda.

—Estáis completamente locos, joder. ¿Y qué le vamos a decir a los dueños, «nos llevamos esto, esperamos que no os importe»?

El soldado joven orientaba el cuerpo hacia sus compañeros, tratando de no perder detalle de lo que se hablaba. Baltar aprovechó para ir ganándole sigilosamente la espalda; una vez fuera de su campo de visión, trató de comunicarse con Brad, pero el muchacho estaba petrificado. Buscó entonces a Dem, y la encontró escondida detrás de uno de los carros, mirándole nerviosa.

—¿Y qué más da lo que piensen un enano y un crío? Somos más, punto. Si quieren, que vayan luego al cuartel a quejarse.

—Shane, deja de joder, el jefe tiene razón. Bastante suerte tienen estos contrabandistas de que no los detengamos, ¿no te parece? Si no te sientes cómodo con esto, siempre puedes echar a correr detrás de tus amigos cazarrecompensas.

—Bueno, yo no he dicho… Quiero decir, no hace falta ponerse así, ¿vale? Solo digo que deberíamos pensarlo bien, solo eso. Acordaos de todos los problemas que tuvimos el año pasado, las investigaciones por aquel dinero desaparecido. Si esto llega a saberse en el cuartel, incluso tratándose de un enano…

Baltar miró a su nieta y vocalizó en silencio, muy lentamente, «mi-ha-cha», una y otra vez. Dem seguía parada, pero poco a poco fue prestando atención a su abuelo, tratando de entender. Baltar se aseguró de que los soldados seguían ocupados discutiendo y levantó ambas manos, sosteniendo y golpeando con un hacha imaginaria mientras repetía su silencioso mensaje.

—Eso es cierto, jefe, aquello fue muy sonado. Nos libramos por los pelos, y desde entonces los jefes no nos quitan el ojo de encima.

—Oh, muy bien, Shane, pues tú dirás qué deberíamos hacer. Adelante, ilumínanos.

—Oye, yo no estoy diciendo nada, ¿vale? Esto no ha sido idea mía, ¿de acuerdo? Lo único que digo es que, puestos a hacerlo, tendríamos que hacerlo bien, eso es todo.

—«Hacerlo bien», por supuesto, bien dicho. Y para los que, a pesar de nuestro rango, somos un poco cortos de entendederas, ¿podrías aclararnos cuál es la manera de «hacerlo bien»?

El sudor manaba de todos los poros de su piel mientras contemplaba a su nieta desaparecer a través de la entrada del carro. Tras lo que se le antojó una eternidad, por fin la vio salir, portando el arma en sus manos y acercándosele en silencio.

—Oye, no os hagáis los listos conmigo, ¿vale? Sabéis de sobra a qué me refiero. Si preferís que nos larguemos con el botín y que por la tarde nos lleven al cuartel a contestar un montón de preguntas, vosotros mismos, pero yo creo que debe¡Eh! ¡Lem! ¡Abre los ojos, joder!

El joven dio un respingo y se giró en la dirección que señalaba su compañero, justo a tiempo de arrebatar de las manos de la niña el hacha que tendía a su abuelo.

—Ölün me joda —dijo el cabo, acercándose—, ¿pero es que no puedes hacer nada bien? ¿Tanto trabajo es vigilar a un maldito enano y a unos críos?

—Lo siento, señor —contestó su subordinado.

Baltar atrajo a su nieta hacia él y la abrazó. Invitó a Brad a unírseles, pero el muchacho se había derrumbado por la tensión y lloraba arrodillado en el suelo. Los cuatro hombres se agruparon frente a ellos.

—«Lo siento», una mierda; pon más atención la próxima vez. —El cabo le arrebató el arma y se la enseñó a Baltar—. ¿Qué pretendías hacer con este hacha, enano? No pretenderías atacar a un soldado de su Majestad, ¿verdad?

—Llevaos lo que queráis, no diremos nada. O, por lo menos, deja que los niños se vayan.

—No me gané mis galones obedeciendo lo que me dijera el primer contrabandista que se cruzara en mi camino, abuelo. —El cabo lanzó el hacha a un lado y desenvainó su espada—. Y puedes estar bien seguro de que

La frase quedó en el aire. Baltar, que había cerrado los ojos anticipando el golpe, los volvió a abrir. Su interlocutor miraba con incredulidad un trozo de acero que le surgía del estómago, del cual brotaba a su vez una línea roja desde su posición actual hasta el hombro derecho, marcando el recorrido del metal. Los siete habitantes del claro contemplaban hechizados la hoja cuando ésta siguió el camino contrario al de entrada, del estómago al hombro, provocando al abandonar el cuerpo que éste se abriera como un tronco alcanzado por un rayo, y salpicara de sangre a los silentes espectadores.

La montaña de vísceras expuestas que hasta hacía unos segundos había sido un ser humano se derrumbó, descubriendo a Baltar el autor de la fatal estocada: una elfa oscura portadora de dos espadas.

Aprovechando el desconcierto reinante, la elfa cargó contra otro de los guardias pero éste reaccionó con rapidez, apartándose del camino del arma. A su lado, su compañero desenvainó y atacó a la intrusa, haciéndola retroceder. Los dos iniciaron un asedio conjunto contra la guardia que la elfa mantenía con sus espadas. Mientras la lucha se alejaba de ellos, Baltar depositó a su nieta en el suelo.

—Cierra los ojos, cariño, y pase lo que pase, no los abras —le susurró.

Apretó los puños para reactivar su circulación mientras observaba la escena. Al fondo, su desconocida salvadora contenía a duras penas a sus atacantes. A su lado, el más joven observaba a sus compañeros hasta que decidió desenvainar para ir a ayudarles. Baltar corrió hacia él y se lanzó contra su pierna. El impacto de su cuerpo contra el lateral de la rodilla provocó que ésta se doblara en un ángulo antinatural, con un horrible chasquido húmedo. El joven cayó aullando de dolor mientras Baltar cogía la espada que el soldado ya no iba a necesitar, y se aprestaba a sumarse al combate que se desarrollaba frente a él.

Sin frenar su avance, lanzó una estocada contra el muslo del oponente más a mano; por desgracia, era la primera vez que utilizaba una espada, y el arma rebotó contra las grebas, sin causar daño alguno pero sí llamando la atención de su oponente, que sustituyó a la elfa por una presa en principio más asequible.

Ante su incapacidad de empuñar la espada correctamente para atacar, Baltar decidió limitar su uso a desviar los golpes que su contrincante le lanzaba desde arriba. Paradójicamente, fue su corta estatura lo que le mantuvo con vida tanto tiempo, ya que los soldados estaban entrenados para maximizar el daño de sus espadazos dirigiéndolos al torso de un enemigo humano, por lo que los primeros mandobles que le lanzó su adversario consumían su energía unos dos palmos sobre su cabeza, llegándole a él casi sin fuerzas. Su atacante pasó entonces a empuñar el arma con ambas manos, para aumentar así la potencia de sus ataques descendentes. Baltar los repelía al tiempo que trataba de desviar la hoja hacia un lado y abrir así la guardia para encajarle una respuesta en el bajo vientre, pero no fue necesario. Tras una de las furiosas acometidas de su adversario, éste quedó paralizado, puso los ojos en blanco y cayó hacia delante. De nuevo, un cuerpo al desplomarse permitió a Baltar contemplar a su asesina, que mantenía la espada en el aire en la posición alcanzada durante la fatal estocada. Tras ella yacía el cadáver del soldado restante: la parte superior de su cráneo había desaparecido, y de su interior una masa sanguinolenta se deslizaba lentamente hacia la hierba.

Baltar soltó el arma y corrió hacia su nieta.

—¡Dem! Dem, cariño, ya está, ya pasó todo —le dijo abrazándola—. ¡Brad! Maldita sea, muchacho, ven aquí y cuida de ella.

Brad recuperó la movilidad de su cuerpo y se acercó a la niña, sin dejar de mirar los cadáveres. Baltar recogió su hacha y se les unió. Enfrente, la elfa se había acercado al soldado más joven para poner fin a sus sufrimientos con un rápido movimiento de espada.

—Vosotros dos, ensillad un caballo y largaos de aquí ahora mismo —dijo Baltar manteniendo su vigilancia sobre la elfa.

—Y una mierda, anciano —contestó Brad levantando una espada con ánimos renovados—. Somos dos contra una.

—Seremos uno y medio contra una si no vigilas esa lengua —le regañó el enano, izando a su vez el hacha.

Concluida su sangrienta tarea, la elfa limpió sus espadas en la capa de uno de los caídos y las enfundó, dirigiéndose hacia ellos con las manos abiertas.

—Podéis bajar las armas, no pretendo haceros daño —dijo conciliadora—. Me llamo Ámbar.

Los tres compañeros permanecieron apretados entre sí, inmóviles. Dem miraba a la elfa oscura con asombro.

—Ámbar —repitió una vez alcanzó al grupo—. Es mi nombre. Tranquilos, si hubiera querido mataros he tenido sobradas oportunidades de hacerlo mientras dormíais.

—Baltar —contestó él al fin—. Este es Brad, y ella Dem.

—Hola —dijo Dem—. Tienes un pelo muy bonito.

La elfa sonrió.

—Muchas gracias, Dem. Toma. —Se agachó y acercó su cara a la niña—. ¿Quieres tocarlo?

Dem alargó su mano y acarició el pelo largo y brillante de la extraña. Sobre ellas, Baltar y Brad mantuvieron sus armas alzadas hasta que finalmente se miraron y, sintiéndose un poco incómodos, optaron por bajarlas.

—Ámbar —dijo Baltar —, te agradezco tu ayuda de todo corazón. Nos has salvado la vida, a mí y a toda la familia que me queda en este mundo. Gracias.

—Podríamos habernos arreglado sin ella —renegó Brad.

Ámbar se incorporó, sonriente.

—Sí, he visto que tenías la situación bajo control.

—Has dicho —cortó Baltar —, que podrías habernos matado mientras dormíamos. ¿Nos has estado siguiendo?

La elfa asintió.

—Algo así, me temo. Necesito vuestros servicios.

—Bueno, será un placer ayudarte a reparar o forjar cualquier pieza que necesites. Sin cargo alguno, por supuesto.

—No. —Ella le miró muy seria—. Necesito otro tipo de servicios.

Baltar le devolvió una mirada perpleja.

—Creo que no comprendo… —Calló al oír un ruido de cascos aproximándose—. ¡Están volviendo, han debido oír los gritos! ¡Brad! Maldito mocoso, ensilla de una vez los caballos, nos vamos.

—No podréis huir a tiempo, no con los carros —dijo Ámbar—; están casi encima nuestra.

—Tendremos que dejarlos aquí. —Baltar se metió en uno de ellos, cogió una bolsa y lo abandonó a la carrera—. ¿A qué estás esperando? Ensilla los caballos, ¡vamos!

—Es inútil —dijo Ámbar—. Coged mis manos, rápido.

—¿Qué estás diciendo? —contestó Baltar a medio camino de ninguna parte.

—No hay tiempo de discutir, están a punto de llegar. Cogeos a mí, ahora. —Ámbar agarró a Baltar con su mano derecha y a Brad con la izquierda—. ¡La niña! —gritó.

—¡Dem! —Podían verse ya a los soldados por entre las ramas del linde—. ¡Dem, cariño, ven con el abuelo! Rápido, coge mi mano.

En cuanto sus manos se tocaron el mundo desapareció en un borrón azul. Cuando los soldados entraron en el claro encontraron los cadáveres de sus compañeros, los caballos y los carros, pero ni rastro de sus propietarios.

 

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Escritor, autor de "Dragones Negros"