Dragones Negros | Capítulo 27

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27.
Resolución

 

Esta es la historia de un hombre que vivió tres vidas, y de su amargo destino.

Todo comenzó del modo más ordinario posible: con un parto relativamente plácido, un sonrosado cuerpecillo envuelto en fluidos corporales abandonó el útero materno, expresando su desacuerdo con toda la potencia que los pequeños pulmones le permitían. De esta forma tan poco glamurosa, Darigaaz de Rhean, heredero de Termin y decimoséptimo en la línea sucesoria al trono de Vitalis, llegó al mundo. De todas sus vidas fue la inicial, creciendo en palacio rodeado de su familia y súbditos, la que mayores placeres le proveyó, lo que hace aún más dolorosa su fugacidad: cuando su incipiente madurez le permitía apreciar los privilegios de su existencia, ésta le fue arrebatada junto a las vidas de sus seres queridos.

Los recuerdos palaciegos comenzaron a desvanecerse por su forzada transformación en fugitivo de la corona; su nueva realidad demandaba distintos conocimientos para subsistir, con lo que las clases de geografía y urbanidad dieron paso al estudio de otras disciplinas, como la pericia en el arte de la estafa o la mejor manera de cocinar una rata. Tras un durísimo proceso iniciático, por fin comenzaba a aceptar aquella existencia e incluso, con la ayuda de su amigo y compinche Brein, a disfrutarla.

Y, como no podía ser de otra manera, fue entonces cuando su segunda vida concluyó. Pero en esta ocasión un nuevo componente se añadió al proceso: la noche en que la traición de Brein le condujo hacia Drave y éste a Madt, a su espada y su entrenamiento, era la esperanza lo que le guiaba, sensación que se incrementó con el tutelaje en Termin y el compromiso nupcial con la hija de su regente.

Parecía que los malos tiempos quedaban superados para siempre, la etapa de formación se cerraba y de ella iba a surgir un nuevo hombre, suma de todas sus vivencias, que recuperaría con intereses todo lo que le fue sustraído. Ésta es la historia del día en que esa vida llegó a su fin.

 

Mientras el escudero ajustaba las protecciones, Heken le inspeccionó las heridas.

—El corte no parece grave —dijo—, pero el costado está cada vez peor. ¿Sigues sin querer que esa mujer te vea?

—Ahora más que nunca —contestó Darigaaz mientras intentaba que el rostro no reflejara el dolor que el contacto de la armadura sobre su cuerpo le producía—. Mi momento ha llegado.

—Por fin. —Su prometida le abrazó y besó en la barbilla—. Por fin vais a vencer a los usurpadores y a recuperar vuestro trono, mi amor.

Darigaaz devolvió el beso distraído mientras reflexionaba sobre esas palabras. Años, había pasado años preparándose para aquello. El premio final estaba tan cerca que casi podía tocarlo, y en todo este tiempo no habría titubeado un instante en recurrir a cualquier método necesario para hacerse con él, hasta que el inesperado reencuentro de esa mañana con su antiguo camarada trastocó sus convicciones.

«El elfo me obligó». Desde el primer momento, Darigaaz había confiado instintivamente en el elfo oscuro que le había salvado la vida y proporcionado los medios necesarios para alcanzar su venganza, considerándolo una compensación de los dioses por su torturada existencia; ahora ya no estaba tan seguro.

Montó a caballo y, al acomodarse sobre la silla, un vahído casi le hizo caer por el lado contrario al usado en la subida.

—Eh, tranquilo —dijo Heken ayudándole a mantener el equilibrio—. ¿Estás bien?

—Perfectamente —respondió Darigaaz mientras la visera al caer en posición confería ecos cavernosos a su voz—. Me he distraído un momento, nada más.

Cuando abandonó la tienda, un muro sónico de vítores y aplausos a punto estuvo de barrerle de la montura. La muchedumbre celebraba así la aparición de su héroe.

—El pueblo le quiere, está claro. Estad alerta, es imperativo que al final del duelo permanezcáis a mi lado. —Madt se giró y dio un ligero codazo a su compañera—. ¿Me habéis escuchado?

—¿Cómo? Ah, sí, perdonad, es solo que vi… Creí ver algo raro en Darigaaz, pero puede que lo imaginara.

Ilargia parpadeó, intentando retener el efecto contemplado sobre el combatiente, pero no lo logró. Por un momento había creído distinguir un conjunto de manchas rojas extendiéndose por su figura, pero lo atribuyó a la poca experiencia que poseía sobre aquellos extraños poderes.

El adversario de Darigaaz salió a la pista, desatando una competición de gritos y abucheos entre partidarios y detractores.

—El pueblo ha elegido a su favorito —dijo Usmen Bayani.

—Y la opinión del pueblo tendrá sobre este asunto la relevancia que históricamente ha tenido siempre —respondió el Rey—. Tal y como está nuestro apreciado Caballero Dragón, es complicado que resista siquiera el primer envite.

—Bueno, puede que haya sido más castigado en los enfrentamientos precedentes que vuestro hijo, pero aun así no deberíais subestimarle.

—No lo hago, expongo los hechos: si hay alguna persona en el reino que desee su derrota más que yo ése es sin duda mi hijo, por lo que podemos contar con su entrega incondicional. Además, su experiencia y entrenamiento le habrán hecho percatarse de que, desde su primera caída, ser Darigaaz ha estado cubriendo insistentemente la zona izquierda de su torso, y su escudo ha carecido de la firmeza que un campeonato como éste precisa.

Por no hablar de las consecuencias que su cruce anterior le reportará —añadió para sus adentros.

—Así pues —continuó el Rey, elevando el tono ante el estruendo de las fanfarrias que preludiaban el comienzo del combate—, la suma de tales circunstancias hace que pueda apostar sin riesgo alguno mi fortuna a que este duelo quedará decidido antes de…

El Rey calló, sorprendido de que su interlocutor no pareciera prestarle atención. Molesto ante una circunstancia tan poco usual, siguió su mirada hasta descubrir lo que estaba sucediendo en la pista de duelos. O, más concretamente, lo que sucedía a su hijo.

—¿Pero qué hace ese imbécil? —escapó de su cuerpo mientras veía cómo el Príncipe desmontaba voluntariamente, cediendo así la justa.

 

Ésta es la historia de un hombre que nunca dispuso de una vida que considerar como propia.

Casi desde su nacimiento, el príncipe Jared fue consciente de que la suya no era una existencia ordinaria. Otros niños eran buenos o malos, inteligentes o estúpidos, vivarachos o introvertidos; él era un príncipe. Su día a día venía determinado por una interminable sucesión de sabios e instructores, encargados de prepararle para adoptar el destino al que estaba encomendado. Los juegos infantiles y los compinches de correrías no eran necesarios en dicho proceso, y su condición de hijo único le privaba de compañeros de su edad con el estatus necesario para compartir sus vivencias. Día y noche rezaba a los dioses para que le otorgaran un hermano que alterara la situación, hasta que esas plegarias encontraron una inesperada respuesta en el accidente que le arrebató a su madre.

Ese acontecimiento redujo aún más su mundo, al arrancarle su parte más cálida y tierna, y enranciar el alma de su padre. También le hizo comprender que nadie aparte de él mismo podría variar su situación, y decidió volcar todos sus esfuerzos en aplicarse en su adiestramiento. Habría quien lo interpretara como el deseo de un hijo por hacer sentirse orgulloso a su progenitor, y aunque dicha afirmación poseyera parte de verdad, su principal objetivo era conseguir el poder necesario para regir su propia vida.

 

Jared caminó con tranquilidad hacia el centro de la pista, entre un mar de murmullos que murieron al alzar el brazo y dirigirse a sus futuros súbditos:

—Pueblo de Vitalis, os habla vuestro príncipe. En este día feliz, en este anticipo a la ceremonia que mañana unirá mi destino con el de mi amada, han desfilado ante vosotros las mejores espadas del reino. Se os ha recompensado por vuestro servicio y fidelidad a la corona de la que formo parte con el mejor espectáculo que se puede presenciar en esta tierra. Es por ello que considero un insulto a vosotros, pueblo mío, que dicho homenaje finalice con una simple carga; vosotros os merecéis más, merecéis que los dos mejores luchadores del reino demuestren sus habilidades como auténticos caballeros. Invito así a mi oponente a que abandone su montura y cruce aceros conmigo sobre el campo de batalla, hasta que uno de los dos ceda o muera. Por vosotros. Por mi pueblo.

La última frase fue enfatizada por un teatral alzamiento de puño, que tras unos instantes de incertidumbre fue correspondido con la aclamación más estruendosa del día.

Fue tal la fuerza del griterío que estuvo a punto de provocar que hasta Elandir estirara su cuello en dirección al campo de justas, pero supo contenerse y proseguir el sigiloso ascenso por la escalera que conducía a la cámara de tornos. En la cúspide se alzaba la puerta tras la que, sospechaba, se ocultaba su esquiva presa. Pegó la oreja a la madera, y ésta le devolvió el silencio más absoluto. Si Agural estaba al otro lado, lo angosto de la sala, y el más que probable chirrido de la puerta al girar sobre los goznes, hacían inviable una entrada furtiva. Elandir tragó aire, afianzó el agarre sobre su daga, y entró en la habitación como un golpe de viento.

Trató de asimilar con rapidez las primeras impresiones para aprestarse al combate: el pequeño recinto, ventanucos a los jardines, los tornos anclados al suelo; pero el proceso se interrumpió al descubrir dos elementos que diferían con el recuerdo que tenía de aquella estancia: el cuerpo de Dunrel, que desde una esquina le devolvía la mirada con ojos fríos, y la espigada silueta de piel oscura que, reaccionando a su tormentosa entrada, cargaba contra él estilete en mano.

La vacilación provocada por la contemplación del cadáver de su amigo le arrebató el elemento sorpresa; por fortuna, pudo reaccionar a tiempo y esquivar la mortal acometida moviéndose hacia el interior del cuarto. El elfo oscuro pivotó y reanudó su envite, decidido a conservar la iniciativa. Elandir trató de lanzar algún ataque que atemperara el ímpetu de su rival, pero Agural no daba tregua: variando constantemente la cadencia y dirección de sus golpes, le impedía afianzar la postura para contraatacar. El reducido habitáculo tampoco ayudaba, dificultándole el tomar distancia del pegajoso asedio de impredecibles navajazos. Elandir fue entonces consciente de una aterradora evidencia: su rival era superior a él. La hoja enemiga pasaba cada vez más cerca de su piel, la distancia entre ambos menguaba, y con su daga apenas había conseguido rasgar más que aire en un par de ocasiones.

Desquiciado ante su inminente derrota, proyectó la mano armada como señuelo, mientras con la izquierda trataba de inmovilizar el estilete de su oponente. Por desgracia, éste se percató del ardid y lo retiró lo justo para que Elandir agarrara la hoja y se la hundiera hasta el hueso. La mano herida se retiró instintivamente y Agural aprovechó su temporal indefensión: con un solo movimiento hizo que el arma de Elandir sacara chispas al estrellarse contra la pared, al tiempo que la suya hacía brotar sangre al hundirse en el cuerpo de su rival.

No muy lejos, Darigaaz observaba perplejo la volubilidad de las masas: los mismos que hace unos instantes coreaban su nombre unían ahora las gargantas en honor a su oponente. Su imprevisible gesto y posterior discurso le habían colocado en una situación comprometida, ya que aunque según las reglas se había convertido en el campeón del torneo, el verdadero premio le estaba siendo arrebatado. Solo le quedaba una opción: requiriendo la ayuda de su escudero, desmontó para rearmarse y responder al desafío lanzado, alentado por una multitud embargada por el éxtasis. En la grada real la estupefacción reinaba.

—Permitidme deciros que habéis concebido un hijo digno de su padre —dijo un Usmen conmocionado por los últimos acontecimientos.

—Os lo agradezco —contestó el Rey, deseando por su parte que su hijo hubiera elegido un mejor momento para hacerle sentir verdaderamente orgulloso por primera vez en su vida.

En las gradas plebeyas, Ilargia defendía su posición frente a las enfervorizadas hordas que se apiñaban contra ella, tratando de no perder de vista a los contendientes.

—¡Allí está! —gritó a Madt—. Lo veo de nuevo, la mancha ha vuelto.

—¿De qué mancha estáis hablando? —preguntó Madt mientras usaba los codos para repeler a los espectadores que se interponían entre ellos.

—Mi poder. Cuando os hirieron a vos, la zona dañada se me mostraba envuelta en una neblina roja, como un patrón luminoso superpuesto a vuestra imagen. Estoy viendo lo mismo sobre Darigaaz.

—Bueno, no es del todo extraño, desde el principio del torneo ha estado recibiendo un severo castigo.

—Sí, pero ha sido ahora cuando la luz se ha expandido. —Ilargia trató de aproximarse a su compañero para hacerse entender—. Quiero decir, antes veía una zona concreta, o algún golpe ocasional, pero ahora toda su figura está cubierta de un rojo cada vez más brillante y definido.

—¿Y qué significa?

—Esperaba que vos me lo aclararais. Es como si todo el cuerpo estuviera siendo dañado a la vez.

Madt alternó su ceño fruncido de Ilargia a Darigaaz, hasta que un destello de claridad se lo alisó de golpe al desentrañar el enigma.

El combate dio comienzo, y como poseedor del rango más alto correspondió a Jared abrirlo. Lanzó un exultante espadazo contra el escudo rival mientras todo su ser se estremecía de alegría. La aclamación del pueblo, por inusual, había inflamado el ansia por demostrar su valía.

Enfrente, su contrincante encajó el golpe deslizándose a un lado. Cualquier otro día, habría correspondido con un ímpetu equivalente e incluso superior, pero esa tarde solo pudo ejecutar un tímido ataque, que apenas hizo saltar la pintura de las defensas de su oponente. El desarrollo de la lucha no varió en demasía, logrando Darigaaz sacudirse las acometidas de Jared, pero sin asestar buenas respuestas en su coraza. A pesar de lo sucedido en el anterior combate, ese tipo de luchas se resolvían más por desgaste que por la acción de un golpe certero; era consciente de la importancia de mantener un castigo constante sobre la protección del rival, pero había algo que se lo impedía.

—Veneno. —Madt cerró los ojos—. Esas hienas le han envenenado. Puede que la comida, o la bebida… —Cuando los párpados volvieron a separarse, un caudal de pura furia se desbordó hacia su objetivo, que en aquel momento observaba con expresión satisfecha los progresos de su vástago—. El corte del brazo; ese bastardo había envenenado el filo de su espada.

—Pero eso es ilegal, ¿no es cierto? Debemos parar la lucha y denunciarlo.

—Poco importa ya la legalidad: el combate va a decidirse en breve, y no podemos hacer nada.

—Yo si puedo hacer algo, puedo curarle. —Ilargia cerró los ojos y extendió su mano, pero volvió a abrirlos sorprendida cuando Madt le agarró de la muñeca.

—Si lo hacéis os descubriréis, y los soldados os matarán.

—Pero debo hacerlo, si no elimino el veneno morirá, y ya no podré ayudarle.

—Y si lo elimináis seréis vos quien perezca. No voy a permitirlo.

—Si muere, todos vuestros planes fracasarán.

—Que fracasen. Vuestra vida es un precio demasiado alto a pagar.

Quedaron mirándose, sorprendida ella, resuelto él, hasta que una excitada algarabía rompió el contacto. En la arena, uno de los combatientes había soltado el escudo y se agarraba el hombro. Su oponente bajó la espada y alzó el visor.

—Recogedlo, no quiero que digan que mi victoria se debió a una injusta ventaja.

—No lo necesito —respondió Darigaaz recomponiéndose—. Fue perdido en buena lid, continuaré sin él.

—Sea pues —concluyó Jared levantando de nuevo el arma—. Aprestaos a morir como un hombre.

El silencio reinante permitía oír el rechinar de la armadura de Darigaaz al rozarse las partes abolladas entre sí. Dentro, a pesar del sofocante calor, su dueño tiritaba afligido por intensos escalofríos. En ese momento, los años pasados, el entrenamiento, las personas que le apoyaron, no significaban nada; su consciencia había renunciado a cualquier tipo de refugio, temor o esperanza. Con la determinación abandonando su mente y las fuerzas su cuerpo, Darigaaz solo sentía tristeza ante el rotundo fracaso en que había convertido su anhelada oportunidad. De sus tres vidas había sido esta, la más prometedora, la que a la postre le había causado mayor sufrimiento.

Su brazo se movió con escaso convencimiento y la espada apenas llegó a rozar a su oponente, quedando después sobre la tierra, inerte. Ni siquiera hizo amago de levantarla cuando el príncipe descargó sobre él un enérgico espadazo que le derribó, dejándole tumbado boca arriba, inmóvil e indefenso. Su contrincante se aproximó y apoyó la punta de su acero en el lugar donde la coraza protegía el corazón del rival abatido. Agarrando el arma con ambas manos, dobló las rodillas y dejó que el peso de su cuerpo empujara la espada contra la armadura, que comenzó a hundirse hasta finalmente ceder. Con un estremecedor chirrido de metal arañándose entre sí, la hoja atravesó con parsimonia piel, esternón y hueso hasta alcanzar su objetivo, que con un último latido cesó su labor al tiempo que la vida abandonaba el cuerpo de Darigaaz.

Revolviendo el arma para liberarla, Jared alzó la punta escarlata a una audiencia demasiada impactada para reaccionar. En las gradas nobles nacieron aplausos que encontraron tímidas réplicas aquí y allá, mientras el príncipe se despojaba del yelmo para observar mejor su entorno. Apenas podía andar. Los años de disgustos y sinsabores, el duro trabajo, todo había fructificado al fin. Repasó las caras de los nobles, que durante toda su vida habían respondido a todos y cada uno de sus logros con miradas paternalistas para el pobre niño condenado a vivir bajo la extensa sombra de su padre. Su padre, él era el broche de oro. Jared lo buscó entre la multitud, anhelando la aprobación tantas veces imaginada, y al fin lo encontró, de pie, mirándole.

Pero no obtuvo lo que esperaba. No era orgullo lo que veía en su mirada, ni siquiera el familiar desdén: sus ojos estaban abiertos como nunca le había creído capaz, y su hijo no era el motivo. Jared buscó el origen de su desconcierto y cayó en la cuenta del resplandor que le bañaba. Tras él, el cuerpo de su rival parecía generar una poderosa luz azul que dañaba los ojos de los que la observaban.

—¡No! ¡Deteneos ahora mismo! —Madt abrazaba a la generadora del resplandor, que yacía encogida sobre sí misma—. No podéis hacer nada por él, está muerto.

Sus sacudidas no encontraron respuesta. Su compañera continuaba en silencio, envuelta en una luz que ascendía por el espectro lumínico, más próxima ahora al blanco que al brillante azul inicial. El público observaba hipnotizado cómo el balbuceante Príncipe se aproximaba al cuerpo de su víctima. Cuando alargó la mano para inspeccionarlo, el cadáver alzó la suya y le agarró.

—No es posible —gritó al retroceder, contemplando aterrorizado cómo un incandescente Darigaaz se alzaba de entre los muertos.

—No puede ser, yo os maté. Estáis muerto. —Darigaaz miró sus manos, al público, le miró a él y, con una tranquilidad irreal, recogió su espada y se aproximó.

—Esto no debería ser así —siguió balbuceando el príncipe mientras su contrincante le introducía la hoja entre las junturas de la armadura y alcanzaba la carne de su axila. Sangre oscura manó a borbotones de la boca, ahogando sus palabras.

—Por favor, esto no es justo. No quiero morir.

—Nadie quiere. —Darigaaz aproximó el rostro hasta que los ojos de ambos quedaron separados por un puño—. Tampoco mi familia quería.

Giró la mano, y la hoja desgarró órganos hasta que los ojos de Jared se apagaron y el joven se desplomó. El resplandor azulado se había extinguido y ahora un sol crepuscular teñía la escena de rojo. Nadie en todo el terreno parecía armado del valor suficiente para romper el encanto. Fue el Rey el primero en reaccionar, poniéndose en pie y señalando a Darigaaz.

—Ese hombre es un asesino, ha matado al Príncipe. ¡Guardias, prendedlo!

Rota la ensoñación, los soldados comenzaron a avanzar hacia el centro de la pista; su movimiento fue correspondido por los hombres de Termin y sus aliados. En la grada, Madt trataba de devolver la vida a una inerte Ilargia. A su alrededor, la estupefacción daba paso a la sorpresa y ésta al delirio.

… Dragón…

… un milagro, ha resucitado…

… Caballero Dragón…

… Ilahe le protege…

… Caballero Dragón…

—¿A qué estáis esperando? ¡Matadlo!

Cuando los guardias cercaban a Darigaaz, una presa invisible se rompió alrededor del campo de justas, permitiendo a la enfervorizada multitud invadirla echando mano de cualquier arma a su alcance.

 

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Escritor, autor de "Dragones Negros"