Dragones Negros | Capítulo 22

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22.
Compromiso

 

Visiones abstractas se sucedían en una inquieta duermevela hasta que una ola de dolor las borró de golpe y le despertó. Tanteó el interior de su boca con la lengua y descubrió que la zona derecha había doblado su volumen y sensibilidad, amén de adquirir un desagradable tacto esponjoso. Trató de levantarse, pero algo se lo impidió; fue al segundo intento cuando identificó los grilletes que le ataban a la silla en la que se encontraba. La habitación estaba iluminada por una lámpara de aceite situada frente a él, y, junto a ella, una mesa, una silla y una persona: su único amigo en la ciudad, y principal responsable de su captura. Si alguna vez pensó que debería mejorar sus habilidades sociales, aquel parecía un buen incentivo.

—Por fin. Empezaba a aburrirme sin nadie que escuchara mis historias.

Elandir calló, dejando a sus ojos expresar sus sentimientos.

—Ölün sabe lo que ahora mismo estarás pensando de mí. Oye, lamento haber tenido que golpearte, pero no me dejaste otra opción. ¿Tanto te costaba dejarlo pasar y tomarte un par de días libres?

Silencio.

—Lo siento, chico, pero si intentas que me sienta culpable puedes ahorrarte el esfuerzo. No me enorgullezco, pero era algo que debía hacerse, y mejor yo que alguien a quien tu bienestar le importara una mierda de orco, y decidiera que con un poco más de fuerza en el golpe nos ahorraría muchos problemas a todos.

Dunrel se levantó trabajosamente de la silla.

—Tampoco te creas que para mí ha sido un placer, mi cuerpo empieza a estar demasiado viejo para estas cosas. No podías haber tenido la decencia de caer inconsciente con el primer golpe. Oh, no, no Elandir. Él tenía que demostrar sus enormes huevos, tratar de reponerse, y obligarme a aporrearle de nuevo. ¿Sabes lo que pesa esa jodida maza? Creo que me he lastimado un tendón.

La cara de Elandir parecía esculpida en odio. Su mirada seguía los movimientos de Dunrel por la habitación mientras éste continuaba su soliloquio.

—Tres días, nada más, tres días y todo habría acabado: tu estancia en esta ciudad que tanto te repugna habría finalizado y volverías a casa, y yo me retiraría de la vida militar y me compraría una buena granja donde criar a mis hijos.

—¿Cuánto, Dunrel? —La voz de Elandir silbaba al salir entre sus dientes—. Tengo curiosidad, ¿en cuánto valoras traicionar a tu amigo, a tu Rey, a ti mismo?

—Y ahí está de vuelta, la eterna víctima, ansiosa por recalcar una vez más que nunca seremos tan nobles y sacrificados como él. —Dunrel arrastró la silla y se sentó con la cara a escasa distancia de la de su prisionero—. Sigue, por favor, vuelve a explicarme lo dura que ha sido tu vida, el sufrimiento que fue crecer en un paraíso forestal, y cómo esa agonía se prolongó viéndote obligado a aceptar un trabajo por el que muchos matarían, y vivir donde pocos pueden. ¿Crees que has sufrido, chico? ¿Crees que el no poder salir de la ciudad te convierte en una especie de mártir, con la potestad de señalar los defectos de los miserables humanos con los que te ves obligado a convivir?

—No creo ser perfecto, pero aún me considero mejor que alguien capaz de vender su alma por unas cuantas monedas.

—No tienes ni idea de lo que dices, ninguna idea. ¿De verdad crees que esto ha sido por dinero? Esto no trata de dinero, ni de buenos y malos. Esto va de hacer lo que es necesario.

—Suenas como si no fuera a mí a quien trataras de convencer.

—¿Recuerdas cómo consiguió su poder? —continuó Dunrel ignorando el comentario—. La Noche sin Alba, cuando su Majestad mató al antiguo regente y se volvió contra sus aliados, exterminando a todo pretendiente al trono.

—Todo el mundo conoce esa historia —respondió Elandir.

—Pero no los detalles. La jugada era muy arriesgada, eran muchas gargantas que seccionar a la vez, y no todas estaban en palacio. El jefe de la casa Rhean, regente de Termin, consideró con sapiencia que una capital en plena revuelta iba a ser un lugar peligroso para su mujer e hijos, por lo que los mandó de vuelta a su fortaleza en las montañas. Por supuesto, bajo una fuerte protección. El futuro Rey se mostró de acuerdo e incluso aportó tropas para la escolta, entre ellas a uno de sus más antiguos y fieles soldados. Imagino que ya habrás supuesto que estoy hablando de mi persona, o todos estos años te habría estado sobreestimando enormemente.

La silla crujió cuando Dunrel se enderezó con expresión dolorida.

—Perdona, la espalda. Como decía, nos encontrábamos cerca de Termin cuando acampamos para descansar. Era el momento de actuar, a esas alturas las noticias de la traición del nuevo Rey debían estar recorriendo a galope todos los caminos desde Hyrdaya hasta el último rincón de Vitalis. Con un puñal en mi manga, me dirigí a la tienda de los Rhean. No recuerdo mis pensamientos en aquel momento, mis recuerdos son… extraños, como escenas deslavazadas, sin continuidad entre ellas. El primero que encontré fue al mayor, doce años, si no me equivoco. Estaba distraído jugando en el suelo por lo que no me fue difícil. Me debió temblar el brazo al lanzar el golpe, ya que pudo gritar antes de ahogarse con su propia sangre. El escándalo despertó a los gemelos, que dormían en la cuna. Las sábanas se agitaban con sus llantos, quedándose inmóviles tras tres, puede que cuatro… —Dunrel movió su brazo arriba y abajo acompañando la narración—. Bien, no lo sé. Mientras el blanco del cesto era corrompido por pegajosas manchas busqué a los demás; no había visto a la madre, y puede que faltara algún crío, no estaba seguro. Hice recuento con los dedos cuando la visión de la sangre resbalando hacia mis muñecas me despertó del trance, dejando caer el puñal. Fue al agacharme a recogerlo cuando la vi: bajo la cama, acurrucada contra la lona de la tienda y aferrando algo entre sus brazos como si prefiriera sufrir mil muertes antes que soltarlo. No sabría decir por qué, quizás el gesto de desafío, o la desesperación en sus ojos, pero supe que no sería capaz de hacerlo, como no sería capaz de olvidar ni perdonar lo que había sucedido allí esa noche. Le alcancé el puñal, que miró sorprendida antes de utilizarlo para rasgar una salida de aquel infausto lugar, y desaparecer en la espesura. Cuando mis hombres entraron, les informé de que la madre y el crío habían desaparecido antes de llegar yo, y una batida partió en su busca. Pero no me interesé por el resultado, yo ya había aportado a la causa más que nadie.

Elandir observó a su amigo mientras éste murmuraba algo inaudible. Su expresión se había suavizado desde que comenzó el relato.

—Atraparon a la madre meses después, pero el crío escapó una vez más —continuó Dunrel—. Después de eso, no volví a tener noticias. Sinceramente, deseé no volver a saber nada, ni bueno ni malo, y poder desterrar ese recuerdo para siempre. Pero los dioses decidieron que no había sufrido bastante por mis pecados, que levantarme cada noche empapado en sudor y acosado por espectros de túnicas ensangrentadas no era suficiente. Y así, hace unos días, supe que el crío no solo estaba vivo, sino que regresaba para vengar a su familia. Creí ver en su llegada una última oportunidad de limpiar mi conciencia, así que contacté con ellos y me ofrecí a ayudarles.

—¿Qué has hecho, Dunrel? —El odio había bajado de intensidad en la cara de Elandir.

—Nada aún, en realidad —contestó su amigo—. Como has visto, no les faltan aliados; solo quieren que esté disponible por si me necesitan.

—No lo creo, deben estar reservándote algún otro papel.

—Puedes estar seguro de ello, primo, pero no quiero revelar la sorpresa todavía.

La voz nació a su espalda y le rodeó al atravesar su dueño la habitación hasta pararse junto a Dunrel. Aquella era la primera vez que Elandir podía echar un buen vistazo a Agural.

—De hecho, yo diría que nuestro turno de hablar ha acabado, y comienza el tuyo.

Elandir recuperó su rictus desafiante acompañado de silencio.

—No necesitamos que nos digas mucho —continuó el elfo oscuro—, solo con quién has hablado de este tema.

—Ya se lo pregunté —intervino Dunrel—, me dijo que yo era la primera persona con quien lo comentaba.

—Y poder creerle nos ahorraría muchas molestias, pero me temo que no es posible. —Sacó un estilete y lo acercó a la cara del prisionero—. Eso tiene mala pinta. —Cuando la aguja se posó sobre la zona dañada por la maza, Elandir notó tensarse todos los músculos de su cuerpo—. Puede que ahora mismo te moleste, pero mañana va a ser una auténtica tortura. —La hoja fue deslizándose por la mejilla, rozando las marcadas venas del cuello en su descenso.

—Es curioso cómo responde nuestro organismo al dolor, ¿no te parece? —continuó mientras recorría el cuerpo de su indefenso contertulio con el acero—. Cuando recibimos daño en una pelea, como en el caso de tu cara, lo ensordece para que podamos responder a los ataques, permitiéndonos incluso usar la parte herida en nuestra defensa. Luego, cuando el combate ha terminado, el dolor atrasado es liberado con intereses.

El estilete dejó un delgado surco escarlata en su viaje a través del brazo derecho.

—Sin embargo, cuando estamos en reposo, las cosas cambian, y eso es lo que llama mi atención: con un cuerpo entero que gestionar, con partes vitales y otras totalmente prescindibles, lo más lógico sería asignar respuestas nerviosas equivalentes al valor de cada una, ¿no te parece?

La punta del puñal dibujó diseños al azar en las falanges de Elandir.

—Usemos tu cuerpo como ejemplo. Comprendería que una herida que amenazara con dejarte sin cabeza provocara una reacción extremadamente intensa en el organismo; un brazo, por otra parte, debería acarrear un impulso importante, pero bastante menor. Así podríamos ir estableciendo una escala del dolor en función de la importancia de la parte herida en la supervivencia del conjunto. Y siguiendo dicha escala, ¿qué cantidad de dolor crees que debería llevar acarreado un pinchazo en, digamos, un dedo de la mano? El pequeño, sin ir más lejos. Minúscula, ¿cierto? Y sin embargo…

La punta se había acomodado bajo la uña del dedo meñique del prisionero. Con un ligero empujón, la carne chascó y el estilete se abrió camino. Un grito brotó de lo más profundo de Elandir, provocando que todos los que lo oyeron se estremecieran hasta la médula. O casi todos.

—¿Lo ves? Un simple pinchazo en una zona tan prescindible, y el sistema nervioso se vuelve del revés, incapacitándonos. ¿Te parece lógico?

—Ya ha dicho que no sabe nada —dijo Dunrel.

—Lo habéis dicho vos, no él.

—Vamos Elandir, no seas tozudo, diles que no hay nada de lo que preocuparse.

La punta salió tintada de rojo de su carnosa vaina y saltó al dedo contiguo donde se enterró de nuevo, haciendo que la garganta de Elandir volviera a probar sus límites.

—¡Ya puedes usar bien ese jodido encanto vuestro, porque cuando salga de aquí voy a enterrar esa hoja tan profundamente en tu cuerpo que sentirás un pinchazo en la garganta al carraspear! —dijo cuando recuperó el control su voz.

—¿Con quién más has hablado del tema? —insistió Agural

—No he hablado con nadie, y aunque lo hubiera hecho no hay nadie en esta ciudad que me prestara atención suficiente como para creerme.

—¿Lo ves? Te lo dije, nadie ha comentado nada con el chico —intervino Dunrel.

El elfo escuro abrió la lámpara de aceite y puso la punta del arma en la llama. Un olor a cobre recalentado llenó el ambiente.

—Quizás, pero es demasiado arriesgado, si mañana fallara algo nos costaría la vida a todos. —El rojo de la punta se tornó negro antes de brillar incandescente. La hoja dejó un fino rastro de humo blanco en su camino hacia el rostro del prisionero. Elandir cerró los ojos y pugnó por moverse pero las correas le asían con firmeza. El sudor caía en cascadas por su cara mientras notaba el calor acercarse a su párpado.

—Por desgracia, no podemos matarlo. —Agural retiró el acero y lo devolvió a su funda—. No, Elandir, no vas a morir, pero tampoco podemos liberarte. Te quedarás en esta sala hasta que todo haya pasado, y entonces volveremos a hablar.

Agural se dirigió a la salida mientras Dunrel inspeccionaba a su amigo. Le cogió la mano herida y observó cómo dos de las uñas mudaban su color.

—No te preocupes, te molestarán unos días hasta que se caigan; cuando estés de vuelta en Qite tendrás unas bonitas cicatrices con las que impresionar a las elfas del lugar. Adiós, chico.

Alcanzó al elfo oscuro y juntos abandonaron la habitación, pero Elandir no fue consciente de nada a su alrededor hasta que el dolor que incapacitaba su organismo se atenuó. Por la atmósfera que respiraba supo que se encontraba en el escondrijo subterráneo de Sergen, así que era difícil que alguien pudiera encontrarle y liberarle. Se balanceó para tantear los límites de su cautiverio: la silla no estaba fijada al suelo, pero los grilletes apenas le dejaban margen de movimiento, y estaban asegurados por sólidas cerraduras. Su boca seguía rígida, no parecía tener ningún hueso roto, y la mano derecha, aunque cada vez más hinchada, seguía respondiendo. Con cuidado de mover únicamente los dedos sanos de esa mano, los encogió bajo la palma y deslizó a la vista la llave que Dunrel había ocultado allí al examinarla.

Deseando que su amigo hubiera escogido un miembro que no le costara un infierno de dolor mover, Elandir la sostuvo entre el índice y el pulgar y trató de dirigirla hacia el cierre. Pulgada a pulgada, atenazado por la tensión de no dejarla caer, fue aproximándose a su objetivo al tiempo que la muñeca alcanzaba su límite flexible. Con una última torsión, el metal siseó al entrar en la cerradura. Una forzada palanca con los dedos y, con un liberador «clic», el cierre saltó como un grano de maíz al fuego. El resto fue simple rutina.

Frotándose las articulaciones magulladas para restablecer la circulación, Elandir aproximó la oreja a la puerta. Tras ella oyó las respiraciones de dos hombres adultos. Buscó algún cierre o picaporte pero esa estancia no estaba diseñada para abrirse desde dentro. Registró el interior pero nada encontró que le ayudara en su propósito.

Fuera, dos vigilantes guardaban la puerta con sus espadas envainadas. Un ruido hizo que el más joven se volviera.

—¿Has oído eso? —preguntó a su compañero

—¿El qué?

—No lo sé, parecía un golpe —escuchó con atención—. Ahora no se oye nada.

—Habrá sido alguna rata, en estos sótanos corretean a sus anchas.

—Malditas sean sus almas por dejarnos aquí, este sitio me da escalofríos.

—Vamos, no hay nada que tener. Lo bueno de este lugar es que cualquier amenaza está muerta hace tiempo o a buen… —Un nuevo golpe, más claro, resonó tras él—… recaudo.

Desenvainaron al mismo tiempo y abrieron la puerta con cautela. En la diminuta estancia, el prisionero permanecía sentado.

—¿Qué es todo ese jaleo, elfo? —Mientras lo flanqueaban por ambos lados, Elandir mantenía la cabeza agachada—. Eh, ¿me estás escuchando?

Como respuesta, el cuerpo del elfo se estremeció, golpeando la silla contra el suelo antes de quedar inmóvil de nuevo en la posición original.

—¿Qué coño ha sido eso? —dijo el joven retrocediendo un poco.

—Ah, nada que deba preocuparnos, parece que nuestro amigo se encuentra juguetón. —Acercó su cara a la del prisionero y le cogió del pelo para obligarlo a mirarle—. Pero algo me dice que no se va a volver a repetir, ¿no es cierto, elfo?

Cuando lo tuvo a su alcance, Elandir se abalanzó sobre el centinela y le mordió la nariz, brotando la sangre cuando un pedazo cedió a la presión y se separó del resto. Su compañero trató de ayudar pero Elandir levantó la silla con su espalda y la interpuso entre ellos. El joven reculó y le lanzó un espadazo, abriéndole un profundo corte en el brazo antes de que la hoja se atascara en el lateral del respaldo. Elandir se lanzó hacia atrás y cayó, silla incluida, sobre el pie de su atacante, destrozándole los dedos. Luego se levantó, golpeó en la garganta al guardia que se cubría la cara herida y lanzó una coz contra la silla, impactándola contra el más joven y haciendo que se golpeara la cabeza en la pared y perdiera el conocimiento. Elandir cogió una de las espadas, escupió algo de su boca y corrió al pasillo, buscando la salida.

El interior del palacete permanecía en calma. Observó desde una de las ventanas el jardín exterior a la penumbra del crepúsculo. Parecía que en su partida el dueño de la casa se había llevado la mayor parte de los hombres, dejando una escasa guarnición custodiando la puerta principal.

Saltó por la ventana que le sirviera de entrada y renqueó hacia el muro. La hemorragia originada por el corte de su brazo resistía todos los intentos de extinguirla. La pérdida de sangre debía estar afectando a sus sentidos, ya que solo eso explicaba que no fuera consciente de la presencia de un nuevo guardia hasta que casi lo arrolló, mientras éste orinaba junto a una de las palmeras del estanque.

—¡Eh! Tú, alto ahí.

Elandir extendió el brazo con un movimiento seco, lanzando la sangre que resbalaba por su brazo contra los ojos del hombre y cegándolo momentáneamente. Trató de atacarle con la otra mano, pero el impacto hizo que en los dedos lacerados estallara un dolor que le recorrió extremidad, hombro y cuello. Contrayendo ese lado de su cuerpo, echó a correr como pudo hacia el muro. Por detrás oyó al guardia emprender su persecución, por lo que se acercó al árbol más cercano y de un par de impulsos se encaramó a su copa.

—Vamos, ¿crees que no te he visto? —dijo el guardia— Puede que los humanos no tengamos vuestra visión élfica, pero tampoco estamos ciegos. Baja de ahí para que te devuelva a tu celda.

Elandir no dijo nada, manteniéndose agarrado a la rama que le servía de parapeto. Abajo, el hombre descolgó el arco de su hombro y cargó una flecha.

—No hagas tonterías, elfo, no necesito vuestra legendaria puntería para hacerte bajar. Puedo pasarme toda la noche lanzando contra tus piernas hasta que acierte y caigas como una fruta madura.

Mientras hablaba, una voluminosa sombra se movió tras él. Al percatarse, se giró y uno de los tigres albinos le devolvió la mirada.

—Hola, Senda. Lo siento chico, pero esa no es tu comida, vete a dar una vuelta.

El tigre no se movió, manteniendo un silencioso escrutinio sobre el hombre.

—¿No me has oído? Vamos, ve a montar a tu hembra si te apetece, pero aquí no tienes nada que hacer. ¡Obedece!

—No es tu voz a lo que está prestando atención —dijo Elandir desde arriba—. Muchos animales apenas utilizan el oído para identificar su entorno, usan más el olfato; y no necesito el olfato de un tigre para saber que hay algo en ti que no huele como debería.

El hombre le miró extrañado hasta que, entendiendo al fin, se llevó la mano al rostro y la retiró manchada de sangre élfica. Al invadirle el miedo, el animal respondió con un amenazante rugido.

—¡No, Senda! ¡Alto, quieto! —Trató de disparar pero el felino interrumpió el movimiento con un zarpazo que mandó arma y mano al suelo. Los gritos se ahogaron cuando la masa blanca del tigre se alzó y engulló a la del guardia en su descenso.

Elandir aprovechó para bajar del árbol y desaparecer antes de que acudieran más guardias. Subió la escalera hasta una de las garitas y, con las últimas fuerzas a su disposición, se descolgó al otro lado del muro, aterrizó en la calle y corrió a ocultarse. Su cuerpo temblaba con violencia cuando Dunrel le alcanzó.

—Estás hecho una mierda —dijo mientras examinaba la herida del brazo.

—Me pregunto gracias a quién —contestó Elandir con la voz tensa por el dolor.

—Sé que me repito pero lo siento, no tuve más remedio. Tampoco fue fácil para mí quedarme de pie viendo cómo ese malnacido te arponeaba.

—Podías habérmelo dicho, te habría cambiado el sitio encantado.

Dunrel apretó un vendaje improvisado sobre el brazo de su amigo.

—Bien, por desgracia para todos sobrevivirás, una vez descanses y recuperes las fuerzas.

—Me alegra saberlo, y más me alegraría saber si debo guardar esas fuerzas para agradecerte la ayuda o para atravesarte de lado a lado. ¿Cuál es tu juego, Dunrel? ¿Todo lo que me contaste allí dentro era mentira?

—No, de hecho era todo verdad, y tú la primera persona, bueno, elfo, a la que se lo cuento. Pero que sea consciente de que hice algo horrible no quiere decir que me arrepienta de ello. Hice lo que había que hacer, y aunque lamento el sufrimiento que causé, no considero que esté en deuda con ese crío.

—No sé si te comprendo, Dunrel. ¿De verdad merece la pena por esto, por este reino?

—Como te he dicho muchas veces, no recuerdas cómo eran antes las cosas por aquí. Este Rey ha hecho mucho por su pueblo, pero esos simplones egoístas solo saben ver lo que les exige a cambio. De todas formas, es una cuestión que a ti no te atañe, esta no es tu lucha.

—Ahora lo es. —Elandir mostró la mano con las uñas moradas a su amigo—. Antes de que esto termine voy a beber vino en su cráneo. ¿Y ahora qué?

—Ahora nada, no hay planes hasta mañana. Cuentan conmigo como infiltrado en el castillo, se van a llevar una buena sorpresa. Y tú vas a buscarte un buen escondite para pasar la noche, no puedes hacer mucho en este estado. Te ofrecería mi casa, pero imagino que la tienen vigilada.

—No te preocupes, conozco a alguien que puede ayudarme.

Dunrel lo miró suspicaz.

—Vaya, no dejas de sorprenderme. Nos despedimos aquí, entonces. Mantente fuera de las vías principales, y procura que nadie te vea.

Elandir se separó de su amigo y vagó tambaleándose de sombra en sombra. Abandonó el barrio noble y bajó la colina, hasta que las casas a su alrededor se hicieron cada vez más pequeñas y llenas de agujeros allí donde la arcilla y la piedra habían cedido a los elementos. Rodeó un viejo molino para alcanzar su destino y llamó. Una somnolienta Kera se sobresaltó al verle.

—Elandir, ¿qué os ha pasado?

—Lamento presentarme así, pero necesito ayuda. ¿Puedo pasar aquí la noche?

—Por supuesto, permitidme. —Al rodearle con sus brazos, Elandir se sorprendió de la fortaleza de la elfa, un nuevo síntoma de su propia debilidad. Se dejó arrastrar entre nubes de su pegajoso perfume hasta el sillón.

—Vuestra mano, ¿qué le ha pasado?

—Me he clavado algo, intenta no tocarla demasiado.

—El brazo también —dijo Kera examinando la venda—. Y lo de vuestra boca, ¿es sangre?

—Sí, pero tranquila, no es mía.

—Muy tranquilizador, vaya que sí. ¿Hay alguna parte de vuestro cuerpo que no esté herida?

Pero Elandir no podía oírla, ya que su organismo había transigido al fin en concederle descanso a través de un dulce desmayo.

 

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Escritor, autor de "Dragones Negros"