16.
Guardianes
—¿Quién eres y qué quieres?
La pequeña figura le enfrentaba con gesto desafiante, bloqueando con una mano el acceso a la vivienda mientras con la otra evitaba que sus calzones resbalaran hasta el suelo. Elandir miró hacia el interior, buscando al propietario de la casa, pero solo encontró otros tres cachorros humanos, con un más que notable parecido con el que en ese momento le interrogaba, que jugaban entre, sobre y a través del mobiliario. Resignado, cedió a las inquisiciones del obstinado centinela.
—Soy un amigo de tu padre, ¿está él en casa?
—No lo sé.
—¿Podrías entrar y comprobarlo?
—No lo sé. ¿Qué vas a darme a cambio?
Elandir miró hacia el interior de sus cuencas.
—Bueno —repuso con calma—, soy un miembro de la guardia del rey, así que tienes que obedecerme, o te encerraré en las mazmorras.
—Mi papá es capitán de la guardia, no puedes encerrarme —contestó el testarudo cancerbero—. Eres un mentiroso, un mentiroso feo y con las orejas raras.
—¿Mis orejas? —Elandir se tocó la punta de una—. Sí, son raras, pero ¿sabes por qué? Porque son especiales. Con ellas puedo escuchar cosas que el resto de la gente no puede. Como las mentiras, por ejemplo. Por eso sé que me estás mintiendo, y que tu padre está en casa.
—No me lo creo.
—Y eso no es todo, escuchan muchas más cosas. Como los pensamientos. ¿No me crees, Rickon? Te llamas así, ¿verdad? —Elandir se agachó y orientó su oreja hacia la cara del niño—. Tienes… seis años. Te gusta el puré de patatas, pero no cuando tu madre le esconde trocitos de verdura y cree que no te das cuenta. En tu último cumpleaños te regalaron una espada de madera, con la que hostigaste a tus hermanos hasta que le rompiste un diente al pequeño Devian y tu padre te la quitó.
La expresión del muchacho se había ido suavizando conforme Elandir hablaba.
—No te creo —replicó sin su anterior convicción.
—¿No? —Elandir se acercó más al muchacho y bajó la voz, como si le confiara un secreto—. ¿Y si te digo que sé el motivo por el que a veces te despiertas por las noches? Porque sí que hay algo bajo tu cama, Rickon, lo sé porque con mis orejas también escucho las voces de los espíritus y los fantasmas. Y ahora mismo, el fantasma que vive bajo tu cama, el que tira de tus sábanas mientras duermes, me está hablando, y me está preguntando si somos amigos. ¿Sabes por qué? Porque no quiere comerse a un amigo mío. ¿Qué quieres que le conteste, Rickon? ¿Somos amigos?
El niño balbuceó algo antes de salir escopeteado hacia el interior de la casa, mientras sus hermanos abandonaban los juegos para señalarle entre risas. Al poco, un desmañado Dunrel sustituía a su vástago.
—Elandir, ¿se puede saber qué haces aquí, a estas horas de la mañana y alborotando a mis críos?
—Tengo que hablar contigo y no puede esperar, lo lamento. Lo que a mí me sorprende es que seas capaz de dormir con este escándalo.
—¿Esto? —dijo Dunrel señalando hacia el interior—. Ahora están calmados, créeme; de esta semana, hoy ha sido el día que mejor he podido descansar.
—Tenéis el paraíso ganado, tú y su madre. ¿Está ella?
—No, parece que ha sido juiciosa y ha salido a buscar un lugar más tranquilo.
—¿Y dejáis a vuestros hijos solos? ¿No teméis que les pueda pasar algo?
—Nah, ya son mayores. Y si no, siempre se pueden tener más; lo divertido es hacerlos, no criarlos —contestó Dunrel rascándose la barba—. Espera que me adecente un poco y estoy contigo. ¿Y qué es lo que le has dicho a Rickon? Se ha metido en mi cama y no hay quien lo saque de ahí.
—Digamos que tantos años de escuchar tus historias familiares por fin han servido para algo. Ponte el uniforme, te espero aquí fuera.
Mientras Elandir aguardaba a su amigo, el miembro restante del clan familiar regresó al hogar. Cargada con dos sacos en cada hombro, Syla saludó con desgana y se introdujo en la casa, abriéndose paso a empellones entre un remolino de locura infantil. Hasta la calle llegaron los gritos e improperios que dirigió a su marido antes de que éste volviera a salir, manchado de harina y cerrando la puerta con visible alivio.
—Nunca he tenido la impresión de caerle bien —dijo Elandir.
—No es eso, no te preocupes, es que está teniendo una mala temporada.
—¿Desde cuándo?
—Desde el parto del mayor, más o menos. Tú tampoco tienes buena cara.
—Apenas he podido dormir, en cuanto cerraba los ojos el más mínimo ruido me hacía abrirlos de nuevo. He estado temiendo que alguien me hubiera seguido hasta mi casa para terminar el trabajo.
—¿Qué trabajo?
—Ayer estuve investigando a nuestro mutuo amigo.
—Debes estar de broma —le reprochó Dunrel—. Estás suspendido, ¿recuerdas? No deberías salir de tu casa, mucho menos andar husmeando por la ciudad.
—Escúchame y luego podrás abroncarme. Lo primero: ¿has oído hablar de un tal Caballero Dragón?
Su amigo hizo memoria antes de contestar.
—No, no me suena. ¿Quién es?
—No estoy seguro; un rumor, por ahora, pero uno particularmente insistente. Se dice que es un heredero legítimo al trono.
Dunrel dio un respingo, acallándole por gestos y bajando él mismo el tono de la voz.
—¿Estás loco? ¿De dónde has sacado esa mierda? No quedan herederos al trono, en el alzamiento murieron todos o renunciaron al mismo. Lo sé bien, yo estuve allí.
—No afirmo nada, solo te cuento lo que he oído.
—Pues escúchame tú ahora: eso es una falacia, y una muy peligrosa. Si llega a oídos de su Majestad que lo estamos comentando siquiera…
—Muy bien, tema cerrado —le tranquilizó su amigo—. Volvamos al principal: ayer intentaron matarme. Cuatro hombres.
—¿Cómo, dónde?
—Cerca de El Reposo, donde fui a investigar la pelea. Fue todo una farsa, Dunrel: alguien pagó a unos secuaces para provocarla y dejar a nuestro amigo indemne, listo para ser encerrado y liberar a la ocupante de la celda contigua.
—¿Sabes entonces quién era ella?
—No, no hay registros. Quienquiera que fuera llevaba en esas celdas más de cinco años.
—No es normal algo así, desde luego.
—¿Tienes tú alguna idea? Hablan de una mujer joven, castaña, pelo largo.
—Ninguna, no puedo acordarme de toda la gente que he ido encerrando a lo largo de los años.
—Lástima. Bien, esos hombres me llevaron hasta quien los contrató, un mercader, que a su vez me dijo quién lo contrató a él: el misterioso elfo oscuro tras el que anda su Majestad, de nombre Agural. Fue entonces cuando intentaron matarme, pero pude incapacitarlos.
—¿«Incapacitarlos»?
—Es probable que esta mañana el carro de los despojos recogiera a alguno.
Su compañero suspiró sonoramente.
—«Descansa un poco y deja que nosotros nos ocupemos de esto», ¿recuerdas? ¿Eran unas instrucciones tan difíciles de seguir?
—Nadie me vio. Además, no eran importantes.
—Esperemos. ¿Y el mercader?
—Escapó aprovechando la pelea.
—¿Le reconociste?
—Creo que sí. ¿Recuerdas la caravana que llegó de Lewe hará un par de semanas? Era suya.
—¿Sergen Ylan? ¿Estás seguro?
—No del todo. Y ese es el motivo de que haya pasado por ti esta mañana: necesito que me acompañes a su palacio.
Dunrel frenó en seco.
—No, se acabó. Hasta aquí hemos llegado. Una cosa es que desobedezcas las órdenes del cuerpo o te metas en peleas callejeras, pero ir a casa de uno de los burgueses más ricos de la ciudad a acusarle de estar implicado en una conspiración es una insensatez.
—Tranquilo, no vamos a acusarlo de nada. Solo quiero asegurarme de que fue a él a quien vi en el callejón, y no creo que a mí me dejen pasar a su palacio. A un miembro uniformado de la guardia, por otro lado…
Dunrel suspiró y reanudó la marcha, seguido de su amigo.
—Muy bien, pero nada de historias raras. ¿Algo más que quieras contarme?
Elandir negó con la cabeza, decidiendo ocultar por el momento todo lo referente a Kerajêen y su misterioso mensaje. Que su padre le liberara en secreto de su juramento hacia el monarca humano y le conminara a regresar a Qite tenía implicaciones muy serias. Fueron muchas las ocasiones durante aquella noche en las que estuvo a punto de complacer sus deseos y abandonar Hyrdaya, pero algo se lo impedía; un sentido particularmente fuerte del deber, le gustaría pensar, en vez de una dañina mezcla de orgullo y curiosidad.
Tras un corto paseo alcanzaron el barrio burgués, situado con respecto al palacio en el lado opuesto al barrio noble. Estaba integrado en su mayoría por lujosos palacetes de construcción reciente, ya que la burguesía no existió como tal hasta cien años atrás, cuando la ciudad se dividía en nobles por un lado y trabajadores y campesinos por el otro. En aquellos tiempos se celebraba mensualmente en Hyrdaya una feria de comerciantes locales a la que acudían compradores de todo el reino. La inseguridad derivada de la Guerra de las Ratas, como se conoció al conflicto por el que los reinos menores trataron de escindirse del gobierno de la capital, desbocó la inseguridad en los caminos, e hizo que las ciudades extremaran las precauciones en lo referido a la entrada de visitantes. La feria vio así disminuida la afluencia de público, lo que provocó que muchos jóvenes vendedores empezaran a plantearse el comercio entre ciudades como futura vía de negocio.
Blancos de todo tipo de burlas al principio, pues no era común ver a alguien desdeñar la seguridad de su trabajo y hogar en granjas y talleres por una incierta aventura comercial en caravanas, poco a poco esos primeros burgueses fueron amasando importantes fortunas, que se volvieron inmensas con el establecimiento de rutas seguras de comercio. Asociados para su recorrido y mantenimiento, las aprovecharon para comprar materias primas a bajo coste en reinos menores y transportarlos a la capital, de la que sacaban productos manufacturados que vender con un amplio margen de ganancia. Tales hechos despertaron el recelo de los nobles de Hyrdaya, que trataron de convencer a la corona de la necesidad de medidas para recortar privilegios a la pujante burguesía. Por desgracia para ellos, sus nuevos contrincantes, además de establecerse en Hyrdaya, ayudaron a la ciudad por medio de donaciones o trabajos especiales (como la reconstrucción completa de la muralla exterior y el reforzamiento de las puertas de la ciudad), lo que colocaba a la realeza en una incómoda posición mediadora en el conflicto.
El comerciante que Elandir creyó ver la noche anterior, Sergen Ylan, había basado su negocio en los textiles, trayendo de los reinos menores sedas y tejidos brutos, con los que confeccionaba en sus talleres el vestuario de media corte. Su fortuna era de las mayores de Hyrdaya, lo que se reflejaba en el inmenso palacete que en ese momento alcanzaban los dos amigos: un edificio de dos pisos levantado en piedra encalada siguiendo una planta cuadrangular, con una torre puntiaguda en cada vértice, y todo ello rodeado de un extenso terreno agreste protegido por un muro y un escuadrón de mercenarios. Elandir y Dunrel apenas habían puesto un pie en la puerta cuando dos guardias se dirigieron hacia ellos.
—Buenos días, caballeros, y bienvenidos a la mansión del muy honorable Sergen Ylan. ¿Podrían explicarnos el motivo de su visita?
—Muy buenos días, espero —contestó Dunrel—. Queríamos hablar con el dueño de la casa, si no es molestia.
—Mucho me temo que nuestro señor no es muy amigo de las visitas, aun tratándose de dos gentilhombres como los presentes.
—Y yo mucho me temo que, o nos dejáis pasar para que hablemos con el señor Ylan, o me veré obligado a regresar a palacio, y comentar a nuestro muy razonable Monarca que no he sido capaz de cumplir su encargo por culpa del capricho de dos engolados mercenarios. Quizás su visita sea más apreciada por vuestro amo.
Los guardias reaccionaron a la amenaza de Dunrel con unos cuchicheos seguidos de un encogimiento de hombros.
—Como gustéis. Si tienen los señores la bondad de seguirnos…
Recorrieron el jardín frontal sobre un camino de losa blanca. Elandir se maravilló al ver que el palacio estaba rodeado de un salvaje conjunto de formas naturales: la hierba alfombraba un espacio atestado de árboles, estanques y llamativos animales. Vio multitud de pájaros y reptiles exóticos, pero sobre todo llamaron su atención dos enormes tigres albinos tumbados al sol de la mañana. Imaginó que, si por cualquier motivo abandonara el camino que seguía en aquel momento, aquellas fieras no tardarían en abordarle.
Daba entrada al edificio una imponente puerta de doble hoja, tras la que se extendía un recibidor que parecía ocupar toda la planta baja: un espacio diáfano bajo la bóveda central, albergando en su centro una fuente y dos escaleras que describían curvas opuestas hacia el piso superior. Uno de los guardias subió por una de ellas mientras su compañero aguardaba junto a los visitantes. Entre ambas escaleras, un inmenso retrato presidía la estancia. Dunrel se aproximó al oído de Elandir para que el vigilante no le escuchara.
—¿Y bien?
Elandir estudió el retrato antes de contestar.
—No hay duda, ése es.
—Maravilloso.
Mientras esperaban, Elandir entró en una de las habitaciones que rodeaban el recibidor. Su vista naufragó en un océano de muebles y tapices en el que surgían como islas montones de alhajas y pieles. Una solitaria ventana ofrecía una buena vista del jardín, los establos y parte de las dependencias del servicio. Se acercó a observar mejor los exteriores cuando el carraspeo de Dunrel le hizo volverse. Junto a él estaba de regreso el guardia, acompañado de un anciano de expresión adusta y pelo ralo y canoso.
—Caballeros, reciban mis saludos y los de mi señor —les dijo con tono regio—. Pero siento comunicarles que no podrá reunirse con ustedes.
—¿Le ha dicho su perrito que venimos de parte del Rey?
—De parte de quien vengan es indiferente, mi señor se encuentra ausente en este momento.
Las miradas de los dos amigos se cruzaron.
—¿A dónde ha ido?
—No corresponde a ninguno de los presentes inquirir sobre los viajes del propietario de la hacienda en la que se encuentran en calidad de invitados.
—No, por supuesto. ¿Y cuándo podremos hablar con él?
—No dejó establecida fecha de vuelta; a veces pueden pasar meses antes de que finalice alguno de sus viajes.
—Muy conveniente —sonrió Dunrel.
—No me corresponde hacer elucubraciones sobre la conveniencia o no de los viajes de mi señor —contestó el criado sin que en su rostro se moviera ni un músculo más de los estrictamente necesarios para completar la tarea—. Si tienen algún mensaje, pueden dármelo a mí antes de marcharse, y yo se lo haré llegar.
El hombre hizo un gesto a los guardias, que se aprestaban a guiar a los dos amigos al exterior cuando Elandir replicó al criado.
—Antes de irnos, puedes transmitirle esto a tu amo: sabemos todo acerca de los tratos que él y Rael Steiner mantienen con el elfo oscuro, y esta noche esa información llegará a oídos de su Majestad.
Dicho esto, Elandir salió de la propiedad, acompañado por los guardias y un Dunrel que no se vio capaz de cerrar la boca hasta que regresaron a la calle
—¿Te has vuelto loco? ¿Es que no era suficiente involucrar a uno de los comerciantes más poderosos de la ciudad, encima debías incluir al jefe del gremio en tu imaginario complot?
Elandir guió a su amigo hasta una esquina, tras la que se pudieron ocultar y vigilar la entrada al palacete.
—No te preocupes, era a Sergen al que iba dirigido mi mensaje: ese cerdo estaba escuchando la conversación desde el piso de arriba, podía oler su sudor; además, en el establo estaban todas las cuadras ocupadas. Quería ponerle nervioso.
—¿Pero por qué Rael?
—Una corazonada. —Elandir aplacó el reproche que subía por la garganta de su amigo con un gesto de la mano—. Escucha, ¿recuerdas la caravana de Sergen que comentábamos antes, la que llegó de Lewe hace poco?
Dunrel reservó el exabrupto para un posible uso posterior y lo sustituyó por un lacónico asentimiento.
—En esas caravanas no es habitual la presencia de sus propietarios, ¿cierto? —continuó Elandir—. No, a menos que se aproveche el viaje para acudir a algún tipo de acto oficial organizado por los regentes de la ciudad visitada, o circunstancias similares. Pues en dicha caravana viajó el mismísimo Sergen, sin que haya un motivo aparente que lo justifique.
—¿Cómo lo sabes?
Elandir sacó su juego de llaves de palacio y lo agitó frente al rostro de su amigo.
—He aprovechado la mañana para revisar los registros de entradas y salidas de la ciudad. Y adivina quién acompañaba a Sergen en ese viaje.
—Picaré: ¿Rael?
Elandir sonrió como respuesta.
—La presencia de un alto mercader en una caravana comercial es inusual; la de dos, extrañamente sospechosa. Y si vas a planear un complot contra la corona, cuanto más lejos de palacio lo hagas, menos expuesto estarás a oídos indiscretos.
—Pero sigue sin probar nada, quizás fueran a negociar algún trato comercial que prefieren mantener en secreto.
—Quizás, pero piensa: ¿dónde fue visto por primera vez el elfo oscuro en la ciudad?
—Cerca de la comitiva diplomática de Lewe. —Dunrel calló unos momentos, asimilando lo que su compañero acababa de exponer—. La teoría es coherente, pero sin alguna prueba que la confirme solo son elucubraciones.
—Puede que las pruebas vengan a nosotros. —Elandir señaló hacia la puerta de la mansión, de donde en ese momento salía una pequeña comitiva armada.
—¿Sergen? —le preguntó su amigo.
—No, no creo que haya reunido el valor suficiente para abandonar su refugio. Apostaría algo a que es un mensajero enviado a casa de Rael para comunicarle las nuevas.
—Bien, pues tendremos que averiguarlo —dijo Dunrel incorporándose.
—Sí, y te va a tocar a ti hacerlo; yo aguardaré aquí, por si se producen nuevos movimientos.
—De acuerdo. No digo que me crea todo lo que me has contado, pero has conseguido intrigarme lo suficiente como para seguirte el juego por ahora. ¿Algo más que deba saber antes de seguirles?
—Sí: puede que esta noche te cueste un poco más de lo habitual acostar a Rickon.
—Cuando al fin vuelvas a casa, y pierda de vista tu trasero élfico, extrañaré estos refrescantes aportes de incertidumbre a mi rutinaria existencia —dijo Dunrel, ajustando su cinturón antes de comenzar el seguimiento a la comitiva.
—¿Para qué están los amigos? —se despidió Elandir mientras se posicionaba, escudriñando los muros del palacete.