Dragones Negros | Capítulo 6

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06.
Apertura

 

En la casa reinaba una silenciosa oscuridad. La claridad filtrada desde la calle desvelaba los furtivos movimientos que, en su búsqueda de alimento, producían los indeseables inquilinos que todo hogar acumula con el paso del tiempo. En el centro de la habitación, uno de ellos localizaba un trozo de pan en mitad de un claro luminoso, más allá de su margen de seguridad. Lo observaba fijamente, manteniendo un conflicto interno entre su instinto de conservación y la necesidad de alimentarse, cuando dicho conflicto fue bruscamente resuelto al abrirse de golpe la puerta principal. El choque de la madera contra la pared provocó decenas de estampidas de los diminutos exploradores retirándose a la seguridad de sus madrigueras.

En el portal, una silueta se agarraba al marco de la puerta mientras trataba de desatarse una bota con la mano libre. Tras varios intentos infructuosos, optó finalmente por arrancársela del pie a tirones y lanzarla contra una de las paredes de la estancia. El sonoro aterrizaje hizo que las pequeñas cabezas que aún observaban con curiosidad al intruso desaparecieran en el interior de sus agujeros. La figura saltaba ahora sobre su pie desnudo, forcejeando con el otro calzado al que recompensó, cuando logró zafarse de él, con un vuelo análogo al de su par pero en dirección contraria. Descalzado al fin, cerró de un portazo y se dirigió hacia la única cama de la estancia, desvistiéndose por el camino. Se derrumbó sobre ella cuan largo era y enterró la cabeza en la almohada. Cualquier observador casual, aunque fuera aquella la primera vez que lo viera, podría deducir sin mucho esfuerzo que, probablemente, aquel no había sido el mejor día en la vida de Elandir.

Tal como había caído, boca abajo y medio desnudo sobre las sábanas, metió las manos bajo la almohada y vació los pulmones en un largo suspiro. A pesar de una agotadora jornada de trabajo sin haber probado apenas bocado, los últimos acontecimientos le habían quitado el apetito.

Culpa mía —se dijo—. Eso es lo peor, en el fondo es culpa mía.

Cerró los ojos y revivió la escena que había tenido lugar aquella noche en las estancias del Rey, donde su entrada fue precedida, con escasos minutos de margen, por la noticia de la fuga del prisionero al que había arrestado poco antes. El ambiente en la habitación, que ya imaginaba poco halagüeño, se había tornado decididamente hostil. Al otro lado de la mesa se sentaban el comandante del ejército real, su Majestad, y el criado personal de éste, Rishen. Comandante y Rey cuchicheaban entre ellos cuando la entrada de Elandir les hizo enmudecer, y convirtió su persona en el blanco de unas miradas nada complacientes.

—Elandir… —comenzó el comandante… ¿Cruen? ¿Drien? Elandir no había tenido oportunidad de aprenderse el nombre, ya que a su superior directo (y de todas las fuerzas militares del Reino) la confianza dispensada por el Rey le había procurado cargos cada vez más importantes, hasta el punto de ser ahora considerado su mano derecha y, por tanto, segundo hombre más poderoso del Reino, distinción que le colocaba varios peldaños y alguna escalera por encima de un simple invitado de palacio como él. Mientras el comandante hablaba, su amo y señor mantenía sobre Elandir una mirada que parecía poder matar un buey, despiezarlo y cocerlo sin ningún tipo de ayuda adicional.

—… jefe de la guardia durante el turno diurno, ¿correcto?

—Correcto.

La formalidad en el recibimiento escamó aún más a Elandir. Esas suspicacias provocaron que se fijara mejor en sus interlocutores y descubriera el motivo de la presencia de Rishen: estaba dejando constancia por escrito de la conversación. Malo.

—El motivo inicial de su comparecencia aquí era para avisarle, como superior de las tropas encargadas de mantener el orden en la ciudad, de la presencia de peligrosos agitadores en la misma así como de, al menos, un elfo oscuro. Ese era, como digo, el motivo original. ¿Entiende?

—Entiendo. —Hubo un tenso silencio roto únicamente por el roce de la pluma de Rishen al rascar la superficie del papel.

—Bien. Sin embargo —continuó el comandante—, nos acaban de llegar noticias que le atañen personalmente y que han cambiado por completo el objetivo de la reunión que ahora mantenemos. Vayamos por partes: ¿estaba usted hoy al mando de la guardia?

—Sí, señor.

—¿En qué turno?

—Diurno, señor.

Como acabamos de dejar claro no hace ni un minuto. Elandir trató de controlar su impaciencia, ya que en el fondo sabía que aquella función perseguía un objetivo muy claro, uno derivado de su estatus como invitado de palacio; un simple soldado habría sido despachado hace tiempo, sin tantos remilgos y con bastantes más gritos y reproches.

—¿Estaba usted al mando cuando se registraron los incidentes en el local conocido como «El reposo del guerrero»?

—Estaba, señor.

—¿Podría describir el incidente?

—Sí, señor. Comandaba a la tropa camino al cuartel para el cambio de turno. Llevábamos un poco de prisa ya que debíamos haberlo finalizado varias horas antes. —Miró al comandante pero éste mantenía la cabeza gacha, fingiendo estudiar los papeles que tenía sobre la mesa—. Al pasar cerca de El Reposo su dueño se dirigió hacia mí, muy alterado.

Pausa. Silencio. Rascar.

—¿Estaba herido, le estaban persiguiendo? —continuó el comandante.

—No, señor, solo buscaba ayuda para parar una pelea en su local. Cuando entré en la tab…

Se interrumpió al sentir la puerta golpear su hombro. Protegiéndose la parte magullada, se apartó para dejar paso al nuevo visitante.

—Padre, tenemos que hablar.

Elandir no necesitó girarse para identificarle, todo palacio podría reconocer esa voz.

—Ahora no —respondió el Rey sin apartar su vista de Elandir.

—Sí, ahora sí. —El príncipe dedicó un fugaz vistazo al elfo y continuó—. Padre, ¿no os han llegado los rumores que corren por la ciudad? Se está dudando de mi valor al no dar el visto bueno al torneo. El resto de casas está aprovechando la situación para atacarnos, vertiendo venenosos comentarios al señor de Mirtis sobre el insulto que esto implica, e intentando sabotear la boda. Yo mismo he visto a representantes de Khus mirar burlonamente en mi dirección. ¡Khusianos, padre! ¡No podemos permitirlo!

—Lo entiendo. Mañana hablaremos.

—Pero padre, es imperativo que…

La mesa crujió bajo el impacto del puñetazo como si fuera a partirse en dos, generando un nuevo silencio en la estancia. Elandir sintió cómo una atmosfera ya enrarecida se tornaba asfixiante.

El Rey miró a su hijo y, lenta y metódicamente, rompió el silencio.

—Ahora. No. Mañana.

El príncipe intentó aguantar la mirada pero apenas soportó un par de segundos antes de claudicar.

—Sea pues, mañana.

Y desapareció, llevándose en su furiosa salida parte de la tensión que sofocaba la sala. El comandante esperó unos instantes antes de reanudar el interrogatorio.

—Continúe.

Elandir se aclaró la garganta.

—Como decía, cuando entré en la taberna solo uno de los contendientes, a la sazón el instigador del conflicto, permanecía en pie. Intentó atacarme pero la borrachera provocó que cayera desplomado. Ordené a un par de mis hombres que lo recogieran y enviaran al castillo.

—¿Lo registró, u ordenó que sus hombres lo hicieran antes de encerrarlo?

—No, señor; no lo hice.

Una nueva pausa. Intentó relajarse paseando la vista por la habitación pero la retornó al frente de inmediato cuando se cruzó de soslayo con la del Rey.

—¿Conoce el reglamento aplicado a los arrestos?

—Sí, señor.

—¿Podría citarlo?

—«Todo arresto realizado en una guardia debe ser verificado y oficializado en los calabozos bajo la supervisión del jefe de turno».

—¿Por qué, pues, habiendo reconocido ser el jefe de dicho turno, que el arresto se realizó en su presencia, y su conocimiento del reglamento, por qué, repito, no estaba usted presente durante el encarcelamiento del prisionero?

Porque estaba agotado de recorrer la ciudad para que los cerdos endogámicos que controlan los recursos de palacio pudieran ahorrar lo suficiente para otra bacanal con prostitutas de lujo, señor.

—Estaba cansado, cometí un error.

—Un error, sí. —La voz del Rey le pilló por sorpresa—. Un minúsculo desliz, un descuido que ha costado la vida a uno de mis hombres, y permitido a un enemigo acceder a palacio con quién sabe qué intención para desaparecer después.

—Sí, Majestad. Lo lamento.

—Elandir —el comandante retomó la conversación—, en vista de los acontecimientos, y de que admite que fueron provocados por un error suyo, le comunico que será suspendido de su cargo por tiempo indefinido. Sus privilegios como invitado de palacio quedan indemnes, pudiendo permanecer en las instalaciones y disfrutar de los acomodos a su disposición. Retírese.

Y telón. Nada, pues, quedaba por añadir. Con un último vistazo a los componentes de la mesa (la mirada esquiva de Rishen, la marcial compostura del comandante, el frío escrutinio del Rey), Elandir abandonó la habitación. Su cara no reflejaba el conflicto que estaba teniendo lugar en su interior, enfrentándose la alegría por la liberación de unos deberes nunca deseados con la ansiedad por la reacción de su padre al recibir la noticia.

Y es que era a él, su padre, a quien iba dirigida en última instancia la farsa que acababa de protagonizar. El excesivo protocolo endulzaría lo que era un ataque directo de la raza humana contra la élfica, como parte de su cada vez menos disimulado gambito por el control del continente. Que un «invitado» de palacio cometiera semejante indisciplina obligaba a los progenitores a retribuir la falta. Y, conociendo al regente, la compensación iba a ser astronómica.

Lo siento, padre. Elandir cerró los ojos y se dejó invadir por la nostalgia. Pensó en la última vez que estuvo con su familia, en las lágrimas de su madre al despedirse, en su hermana pequeña, extrañamente calmada. Pensó en la luz filtrada a través de las hojas de su Árbol Alma, en los atardeceres tumbado en sus ramas, en el olor de la tierra tras la lluvia, el tacto de la hierba, el sonido del arroyo. Mientras su mente vagaba, su cuerpo comenzó a relajarse y su consciencia, lenta y dulcemente, a apagarse. Fue en ese momento cuando llamaron a la puerta.

Elandir se apretó contra la cama, intentando ahogar cualquier sonido que produjera su cuerpo.

Un descanso, ¿vale? Creo que está bien por hoy; solo un descanso y mañana seguimos. Lo que sea, pero mañana, ¿de acuerdo?

—¡Elandir! Soy yo, Dunrel. Vamos, chico, te he visto entrar, no me obligues a tirar la puerta abajo.

En tu caso, te bastaría con dejarte caer hacia delante. Contrariado consigo mismo por articular semejante pensamiento, Elandir se dirigió a la puerta y abrió.

—Dunrel, hola. No me pillas en un buen momento, ¿hablamos mañana?

—Ya me he enterado de la reunión, por eso estoy aquí. Además —dijo mientras pasaba por su lado hacia el interior de la casa—, traigo un regalito.

Dunrel dejó sobre la mesa una botella de vino, se acomodó en el sillón y comenzó a desatarse los zapatos.

—Por favor, pasa y ponte cómodo —dijo con sorna Elandir. Cogió la botella y la observó mientras se sentaba en la cama. Silbó al ver la añada—. Veo que los sobornos están siendo generosos este año.

—Precioso, sí señor: yo tratando de animarle sin reparar en gastos y ¿cómo me lo paga él? Con burlas y sarcasmo. —Dunrel se sacó los zapatos y los dejó caer sin mucha ceremonia—. Jovenzuelo desagradecido.

—Conmovedor, y lo sería aún más si no fuera ésta la botella que estaba en la estantería de la antecámara real. ¿Merece los problemas en los que te habrías metido si te llegan a coger distrayéndola de su sitio? —Elandir abrió la botella y le pegó un trago antes de pasársela a Dunrel para que la probara.

—Vaya que sí —exclamó éste tras beber—. Cambiaría dos años en una celda por medio vaso. Diablos, incluso cinco años, si tú te comprometieras a hacerte cargo de mi mujer y los críos.

—No creo, mi vida ya es bastante complicada tal cual es.

Los dos amigos callaron, aguardando incómodos a que el otro diera el paso que el protocolo social exigía. Como invitado, correspondió a Dunrel la tarea.

—¿Cómo estás? —preguntó—. Ya estoy al tanto de todo lo dicho en la reunión; lo siento mucho, de verdad.

—Estoy bien, no te preocupes —mintió Elandir—, ansioso por empezar a disfrutar de mis vacaciones.

—Me imagino. —Una sonrisa compasiva colgó inerte en el rostro de Dunrel—. Por eso vine hacia aquí sin pasar por tus estancias en palacio. Tu remanso de paz. —Hizo un gesto con la mano abarcando la pequeña estancia de una sola habitación y pegó otro trago antes de continuar—. Es injusto que te hayan hecho pasar por todo eso, no fue culpa tuya.

—En realidad sí lo fue. Parte, al menos. Tenían razón, mi deber era haber acompañado a la guardia en el cambio de turno y examinar bien al prisionero.

—Blablabla. No fastidies. —Dunrel le pasó el vino—. Nadie cumple el protocolo al cien por cien cada segundo de cada minuto de cada maldito día. No olvides que fui yo quien te enseñó el reglamento y dirigió tu entrenamiento. Llevo años observando cómo te esforzabas el doble que cualquiera que haya pasado por mis manos para recoger, con suerte, una quinta parte de sus recompensas. No fue culpa tuya, y lo sabes. Fue un pequeño error que, debido a tu situación especial, ha sido recibido en palacio como un corderito en mitad de un rebaño de lobos.

Elandir aguantó el vino en su boca, enjuagándosela a fondo antes de tragarlo para contestar.

—Alguien murió, Dunrel.

—¡Cielos, es cierto! —Su amigo se incorporó en la silla para enfatizar sus palabras—. ¡Cómo olvidar la terrible pérdida que tu metedura de pata nos ha infringido! Oh, cuánto echaremos a faltar a tan gran compañero y mejor persona. ¿Podremos volver a encontrar a alguien con sus aptitudes y valor humano? Bueno —continuó mientras relajaba de nuevo su postura—, si yo fuera el encargado de buscar a su sustituto comenzaría registrando la selva norte, los orangutanes son bastante espabilados por allí.

Elandir se mordió los labios para evitar sonreír.

—Un respeto.

—¿Respeto? Vamos, ¿pero conocías acaso su nombre? ¿Había alguien en palacio que lo hiciera? Quizás entre los prisioneros fuera popular, según se cuenta era bastante ducho en el contacto físico de todas las formas y colores. Sí, respeto. Guardemos un respetuoso silencio por su partida. —Dunrel calló, levantó el lado derecho de su cuerpo y una ventosidad atronó la habitación. Elandir se llevó la mano a la cara sin poder contener la risa—. Ale, cumplido. Y ahora, a velarle. Eh. —Le tocó en el hombro—. El vino ya se ha aireado bastante, si comprendes a lo que me refiero.

Elandir le alcanzó de nuevo la botella.

—Te lo agradezco, pero sigo pensando que tienen razón. En parte —añadió al ver la expresión de su amigo—. En parte, digo: el castigo ha estado propiciado por ser yo quien soy, de acuerdo, pero eso no cambia el hecho de que lo tuve delante de mis ojos desde el principio y no supe interpretarlo.

Elandir se recostó sobre el cabecero y comenzó a relatar cronológicamente los sucesos de aquella noche. En el transcurso de la narración, la bóveda nocturna fue aclarándose mientras la noche se consumía al compás de la conversación y el alcohol. Los pocos merodeadores nocturnos que todavía vigilaban la escena, ansiando la marcha de los dos ruidosos gigantes para poder reanudar la búsqueda de alimento, habían dado hace tiempo la noche por perdida y se habían retirado a lo más profundo de sus guaridas, a descansar junto a los suyos.

—… y entonces nos quedamos todos callados, mirándole, mientras él continúa de pie, totalmente tieso y blanco como la leche. Y su padre le mira y le dice: «Ahora no, mañana». —Los dos amigos reían mientras Elandir hablaba—. Deberías haberle visto la cara, si hubiera apretado la mandíbula un poco más, los dientes habrían reventado por la presión.

Dunrel bajó la botella para replicar.

—¿Y qué dijo entonces?

—¿Decir? —Elandir hizo una mueca despectiva—. ¿Qué va a decir? Se dio la vuelta y salió corriendo. A cambiarse la ropa interior, imagino. —Reclamó el alcohol, tragó y continuó—. Nah, supongo que no debería ser tan exigente con él; no lo habrá tenido nada fácil, criándose sin su madre y con semejante padre. Tal vez sea lo mejor que podíamos esperar.

—Sí, una infancia horrible —desdeñó Dunrel—, con todo el dinero y tiempo de ocio que precisara. De acuerdo que debe ser duro crecer sin el cariño de una madre, pero te puedo asegurar que ha tenido una gran suerte de contar con ese padre para formarlo.

—Vamos, Dunrel…

—En serio, ¿por qué habría de mentir? Llevo a sus órdenes toda mi vida sin recibir ningún tipo de trato especial, así que puedes creerme cuando te digo que no es tan mal Rey. Sí, es duro, estricto y tiene el sentido del humor de un ladrillo, pero no hablamos de un monstruo desalmado, podríamos estar mucho peor.

—No es una opinión muy extendida en la ciudad, por lo que tengo entendido.

—Lo sorprendente sería lo contrario —suspiró Dunrel—. Escucha, yo era adulto cuando reinaba su antecesor, ese al que tanto añoran ahora, y te puedo asegurar que no hay peores enemigos del juicio objetivo que el paso del tiempo y la nostalgia. La gente solo sabe ambicionar más, sin considerar lo que ya poseen ni lo que podrían perder por el camino. El pueblo no sabe lo que le conviene.

—Claro, en realidad deberían dar gracias de disfrutar de tan formidable rey y su todavía mejor hijo.

—Ah, no, ese crío es imbécil. —Elandir miró sorprendido a su amigo mientras éste se silenciaba teatralmente con su propia mano—. Lo siento, no entiendo qué ha podido pasarme, se me escapó —continuó Dunrel, contrito—. Su alteza real, eso es lo que quería decir: su alteza real es imbécil; es más tonto que mis huevos.

Ambos estallaron en violentas carcajadas, carcajadas que se prolongaron un buen rato. Una vez extintas, Elandir continuó:

—De acuerdo que su mandato ha obtenido logros, una paz estable y duradera, por ejemplo, pero se ha pagado un alto precio por ello. La Purga…

Dunrel mudó el gesto.

—No he dicho que defienda todas y cada una de sus decisiones. Y menos aún las tomadas después del accidente.

El elfo le observó en silencio, sopesando sus próximas palabras. Al final decidió no prolongar el debate.

—Puede, no lo sé. Pero volviendo al tema, Danrel…

—Dime, Olandir.

—… Dunrel. Agh. —Elandir cerró los ojos y notó cómo le aumentaba la temperatura en el rostro—. Me parece que el alcohol empieza a afectarme. Volviendo al tema —continuó—, y centrándome en la taberna, ese incidente pareció raro desde el principio: una taberna entera destrozada, todos los participantes inconscientes, el provocador sin apenas un rasguño, pese a estar supuestamente borracho, y tomándose una última copa sin inmutarse por mi llegada. Todos los indicios estaban allí, simplemente no supe verlos: era un montaje, quería que le detuviera. —Concluida su argumentación, Elandir buscó la reacción de su amigo, encontrando en su lugar una silla vacía; mientras, al fondo de la estancia, su oronda figura registraba la despensa.

—Así pues, ¿qué piensas tú de esto? —Elandir levantó la mano y movió los dedos simulando una boca parlante—. «Oh, vaya, una gran deducción, Elandir, totalmente de acuerdo, muy bien visto, sí señor.» ¡Vaya, muchas gracias! —contestó a su propia mano.

—Ölün no permita que el universo deje de girar a tu alrededor durante unos segundos —intervino Dunrel—. Estaba escuchando, llorón, y al mismo tiempo buscaba algo de comida que ayude a tu cuerpecito élfico a digerir el alcohol.

—Creo que hay unos higos en ese armario, tráelos. Y puede que queden algunas semillas en el cajón del fondo.

Dunrel le lanzó una mirada sombría.

—Merecido lo tengo por trabar amistad con un elfo. ¿Cecina, fiambre, salchichas? Nooooooooo. Pero eh, puede que mi caballo se haya dejado algo de alfalfa en el comedero, sírvete.

—¿Qué decías de llorar? —Elandir cogió el plato que le brindaban y empezó a comer, agradeciendo la presencia de algo sólido en su estómago—. Toma uno, no te pasará nada por comer algo vegetal de cuando en cuando.

—No como nada sin pulso ni bebo líquido sin fermentar, muchas gracias —contestó Dunrel mientras volvía a sentarse—. Y sí, está claro, ahora, que esa era la intención del extraño, solo nos falta averiguar cómo y por qué.

—El cómo te lo puedo decir ahora mismo. —Elandir escupió en su mano los higos a medio masticar y se los acercó a su compañero—. Cógelos.

—No, gracias. —Dunrel los miró asqueado—. Espero que esta repugnante demostración persiga más objetivos que revolverme el estómago.

Elandir retiró la pasta de su mano para descubrir una llavecita escondida bajo ella.

—Una erupción extraña tiene sus ventajas: evita que tus captores se pongan íntimos contigo y, con el grosor y la fijación adecuados, te permite esconder algo en ella: un pequeño trozo de metal, por ejemplo. —Elandir observó la incredulidad reflejada en los ojos de su amigo—. No es algo tan descabellado, con la correcta mezcla de compuestos y jabones es fácil generarlas. De hecho, conozco a muchos mendigos que las usan para transmitir más lástima a los transeúntes y engordar así sus limosnas.

—Una ganzúa —concedió al fin Dunrel—, y una vez liberado de sus cadenas no le costaría mucho trabajo sorprender al celador y matarlo.

Elandir asintió mientras retornaba la mezcla a su boca.

—Se rió de mí en mi propia cara, Dunrel: ni en sueños se va a zafar alegremente.

—Puede, pero no ahora. —Su amigo comenzó a calzarse—. Ya no estás al mando, no puedes siquiera vestir tu uniforme o portar armas en la ciudad. Aprovecha para descansar, seguiremos hablando más adelante.

Elandir dejó la botella sobre la mesa al levantarse.

—De acuerdo, dejémoslo por hoy, creo que el alcohol empieza a entumecer mi raciocinio.

—Con lo que comes, no me extraña. —Dunrel se levantó con un gruñido y se dirigió hacia la puerta gesticulando con gravedad—. ¿Cuándo, me pregunto, podré encontrar a un digno compañero de bebidas?

—Ni juntando a todos los borrachos de la ciudad en uno lograríamos un milagro así. —Elandir le acompañó a la salida; al ir a despedirse su cara se tornó inesperadamente seria.

—Dunrel, ten cuidado, ¿vale?

—Estás borracho, niño —rió Dunrel—. Tratamos con un listillo con suerte, en un día le habremos atrapado y zanjado el asunto: el Rey sacará a tu padre cualquier cosa que agrade a su ego, te levantará el castigo y antes de darte cuenta estarás de nuevo haciendo turnos dobles recorriendo los peores antros de la ciudad.

—No es solo él, es todo —insistió Elandir—. Un elfo oscuro en la ciudad, la boda, el torneo… Están ocurriendo demasiadas cosas, y demasiado deprisa. Tengo el presentimiento de que algo va a pasar. Algo va a ir horriblemente mal.

Su amigo le miró unos segundos, preocupado.

—Lo que yo decía, como una cuba —espetó al fin mientras le palmeaba el hombro—. Acuéstate y descansa, mañana brindaremos sobre el cadáver de ese bromista.

Tras despedirse, Elandir cerró la puerta y devolvió la penumbra a su morada. La conversación le había turbado más de lo que pensaba, disipando el efecto narcótico del alcohol en su cuerpo y desvelándole. Se tumbó de nuevo en la cama mientras su mente recorría una línea de razonamiento propia. Elfos negros, dragones oscuros, malos presagios —pensó. Y así, mientras el amanecer restauraba los colores de la ciudad, Elandir se durmió.

 

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Escritor, autor de "Dragones Negros"