Dragones Negros | Capítulo 5

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05.
Previsión

 

—Descansemos un poco —dijo Madt—. Estamos fuera de la vista de los guardias, pero queda bastante para que nos encontremos a salvo.

Ilargia se sentó en una roca, exhausta; era el primer descanso en su frenética huida, y su baja forma física se estaba haciendo notar.

Mientras recuperaba el aliento contempló su entorno. En el despejado cielo, las estrellas destellaban desafiantes a la oscuridad que amenazaba con engullirlas, y la luna, llena y majestuosa, rozaba las torres del castillo y arrancaba destellos plateados del río que rodeaba la ciudad. La visión de su Diosa, tras tanto tiempo ausente, mitigó su ansiedad. Escuchó las voces nocturnas del bosque y se deleitó con su fragancia. No existían palabras para describir su felicidad.

Su compañero se sentó en la hierba y comenzó a revisar el contenido de la bolsa sustraída al carcelero. Ilargia lo observaba de reojo mientras recomponía mentalmente los acontecimientos de aquella noche, tratando de asimilarlos.

Volvió al momento en que ese hombre entró en su celda, arrastrando consigo el cuerpo del carcelero; ocultó el cadáver en el camastro y la cogió de la mano para guiarla fuera de allí, pasillo abajo. Ella se encontraba demasiado aturdida para resistirse y, antes de darse cuenta, habían entrado en un pequeño almacén. Madt la soltó para coger una antorcha con la que iluminó la pared mientras recorría los ladrillos con sus dedos.

—Vamos, vamos… —le oía decir—. Tienes que estar por aquí.

—Señor —murmuró Ilargia—. ¿Qué estamos haciendo en este…?

Calló cuando uno de los ladrillos se desplazó, dejando un hueco oscuro en su lugar. Madt la observó con aire triunfal.

—Buscando la salida de esta ratonera, señora —le respondió—. Sujetad esto mientras la agrando.

Ilargia aguantó la antorcha mientras Madt retiraba ladrillos hasta que el agujero tuvo el tamaño suficiente para permitirles el paso. Al iluminarlo, observó un corredor de roca a un nivel inferior de donde se encontraban.

—Esta galería pasa bajo el palacio, siguiendo las alcantarillas. Si la seguimos en ese sentido —señaló Madt—, nos llevará hasta un pozo seco, al otro lado de las murallas de la ciudad. —Le devolvió la antorcha para descender por el agujero; una vez en el túnel la ayudó a bajar y lo recorrieron en silencio.

En el subterráneo se respiraba un aire cargado de humedad. Por el suelo corrían riachuelos de origen incierto que Ilargia evitaba por todos los medios pisar con sus pies descalzos. Al borde de la zona iluminada se sucedían fugaces movimientos, supuso que de ratas sorprendidas por la invasión de sus dominios.

Alcanzaron y ascendieron el pozo que Madt mencionara, que les condujo a una zona agreste a las afueras de la ciudad. Se internaron entonces en el bosque, que atravesaron eludiendo miradas extrañas hasta llegar al claro donde reposaban en aquel momento, y donde Ilargia contemplaba pensativa a su intrigante compañero.

—Señor —dijo al fin—, ¿qué era ese túnel, y cómo conocíais su existencia?

Madt dejó de registrar la bolsa y le miró.

—Señora, ese castillo tiene cientos de años, habiendo quienes afirman que es la primera construcción humana de todo Vitalis. Innumerables Lores lo han habitado desde entonces, reconstruyéndolo y amoldándolo a sus necesidades y caprichos; no existe en todo el continente nadie capaz de trazar un plano completo del mismo, ni tampoco sus actuales dueños habitan ni conocen más que una pequeña parte del total. —Tras decir esto, Madt concluyó el registro de la bolsa conservando una daga y desestimando el resto.

—Pero…

—Y en cuanto a la segunda parte de la pregunta —prosiguió él, ajustando el arma a su cintura—, digamos que no es mi primera visita a esas mazmorras.

Dando por finiquitada la conversación, el hombre escudriñó los alrededores. Ilargia bajó la cabeza, insatisfecha, y se examinó las piernas, asegurándose de que no hubieran sufrido daño en la huida. Su compañero había hecho mucho por ella devolviéndole la libertad, pero no podía obviar que sus intenciones le eran desconocidas y, por tanto, no debía confiar en él. El hecho de que tomara una vida tan a la ligera no ayudaba, ya que chocaba con las enseñanzas que ella recibió en el Templo de Ilahe. «La vida es todo, nada más importa» solía repetir su Madre Argéntea, «debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano para protegerla».

—En cuanto os encontréis con fuerzas —dijo él sin dejar de mirar a su alrededor—, proseguiremos nuestra marcha. No falta mucho para que amanezca, y debemos encontrar refugio antes de que eso ocurra. —Empezó a andar hacia el borde del claro—. Conozco una cueva a una hora de aquí, nos permitirá descansar y eludir a nuestros perseguidores.

—¿Perseguidores?

—Somos fugitivos, señora, tened por seguro que el Rey no nos permitirá marchar tan fácilmente. Por fortuna, solo debemos evitarlos durante unos pocos días, hasta que pueda encontrarme con unos amigos que nos ayudarán.

—¿Amigos? ¿Quiénes?

—Personas de mi confianza. —Madt interrumpió su tarea y la miró, tranquilizador—. Nos preocuparemos de eso en su momento. Por ahora, concentrémonos en sobrevivir. Si me disculpáis —concluyó—, hay algo que debo hacer en privado.

Madt continuó andando hasta que desapareció en la espesura, dejándola a solas con sus pensamientos. Su resquemor no había disminuido un ápice pero sus opciones eran limitadas. Ingresó en el templo casi recién nacida, y la identidad de su familia era un misterio para ella; sus hermanas eran las únicas personas con las que había mantenido una relación íntima, y desconocía su suerte. Quizás cuando estuvieran a salvo debería anunciarle a Madt su intención de buscarlas.

Un ruido a su espalda le hizo levantarse.

—Madt, ¿sois…?

Una mano la enmudeció. Trató de liberarse hasta que su asaltante le puso un puñal en el cuello, paralizándola. La mano era enorme, le cubría la cara de la frente a la barbilla; tenía un tacto áspero, como de cuero sin curtir, y desprendía un fuerte olor que le sofocaba. Entre sus bestiales dedos Ilargia observó a otra figura avanzando hacia la bolsa y agachándose para inspeccionarla. El nuevo habitante del claro debía medir más de dos metros, vestía un mínimo atuendo de pieles e iba armado con una lanza. Poseía un físico descomunal, con abultadas bolsas de músculos sujetas a un inmenso armazón óseo por medio de venas y tendones semejantes a raíces, y su piel era de un brillante color verde. Ilargia estaba aterrorizada, nunca había conocido seres semejantes.

La criatura se irguió y señaló con la lanza las huellas que se internaban en la espesura. El individuo a su espalda produjo un gruñido gutural y, en respuesta, el coloso verde siguió el rastro hacia el borde del claro, apartando unas ramas para facilitar su avance, momento en el que Madt saltó de entre la maleza y le desarmó por el impacto.

Ambos contendientes cayeron al suelo, donde comenzaron a forcejear. Madt intentaba alcanzar a su adversario con la daga mientras éste le inmovilizaba el brazo del arma con una mano y le asía el cuello con la otra.

Ilargia trató de correr hacia ellos pero su captor se lo impedía, por lo que solo pudo mirar aterrada cómo la manaza de la criatura se cerraba cada vez con más fuerza en torno al cuello de Madt, haciendo que su cuerpo fuera debilitándose hasta quedar al fin inerte, dejando caer la daga. Cuando su oponente trató de recoger el arma, Madt utilizó sus fuerzas restantes para destrabar una de sus piernas y propinarle una fuerte patada en la entrepierna. La criatura, sorprendida, aflojó el brazo un instante que el otro aprovechó para liberarse, recuperar la daga y hundirla en el ojo de su rival, que quedó inmóvil en el acto.

—Vaya, vaya —dijo Madt entre toses mientras se levantaba—, menuda sorpresa: dos enormes cara-musgo por estos bosques. Debería haber notado vuestro hedor a millas de distancia.

El compañero del fallecido bufó de ira e incrementó la presión del cuchillo sobre el cuello de Ilargia.

—Señor —balbuceó ella—, no creo que insultarle sea una buena idea.

—¿Así que entiendes mi idioma, engendro? —Madt levantó la daga—. En ese caso, será mejor que la sueltes si no quieres que haga brotar una segunda boca en tu garganta.

La criatura rió en respuesta, alejándose lentamente de él. Ilargia cerró los ojos anticipando el mordisco del acero cuando su captor rompió a gritar y la soltó. Ella se desligó de su abrazo y se giró para ver la causa de los gritos; atónita, vio a su asaltante tratar de zafarse de un enorme animal que le había hundido los colmillos en la parte trasera de la pierna. Tras eludir varios golpes de daga, la pantera finalmente soltó su presa, llevándose una buena porción de carne en el proceso. Su víctima cayó al suelo, aullando fuera de sí por el dolor, hasta que Madt se abalanzó sobre él y le deslizó la daga por el cuello, poniendo fin a su agonía. Ilargia observó cómo su compañero se levantaba y acariciaba al animal.

—Buena chica —dijo mientras la pantera le lamía la cara con el hocico húmedo de sangre—. Ilargia, esta es Bruma. No podía meterla en la ciudad, así que la dejé en el bosque hasta mi regreso. Estaba buscándola cuando esas bestias os atacaron.

La pantera miró a Ilargia, cuya vista se centró inconscientemente en una hebra membranosa que colgaba de su boca.

—Orcos —continuó él—, es muy extraño verles tan al interior, raramente se aventuran más allá de las Fauces.

Mientras ella reprimía una arcada, Madt registraba a sus agresores.

—Esos gritos se han debido oír en toda la zona, tenemos que apresurarnos. —Tras saquear los restos, echó a andar hacia la espesura—. Aquí, Bruma: nos vamos.

Ilargia se apartó cuando la pantera pasó tras su amo, internándose ambos en el bosque. Una pantera —pensó. Bajó la cabeza y observó los cadáveres de las criaturas. Orcos. Charcos oscuros comenzaban a formarse alrededor de los cuerpos.

Madt reapareció por el borde del claro.

—No quisiera presionar a su alteza ilustrísima, pero a estas alturas es probable que medio Hyrdaya haya iniciado nuestra búsqueda; debemos continuar. —Dicho esto, volvió a desaparecer entre el follaje. Ilargia respiró hondo, echó una última mirada al claro y comenzó a andar tras él.

 

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Escritor, autor de "Dragones Negros"