Dragones Negros | Capítulo 14

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14.
Confluencia

 

Por segunda vez aquel día, cuando abrió los ojos no reconoció el entorno. Tampoco ayudaba que, al estar tumbada boca abajo en el suelo, su ojo derecho se encontrara cegado. Por el izquierdo se filtraba un mosaico monocromo de masas informes flotando sobre fondo gris. Los sonidos le llegaban como una cacofonía distorsionada en la que destacaba sobre el resto un zumbido intermitente e intenso.

Mientras sus sentidos se afinaban, ella se solazaba con la inesperada sensación de bienestar que la recorría en aquel momento. De hecho, no recordaba un solo instante de su vida en el que hubiera estado más feliz y relajada. Extendió sus miembros, pasó las palmas por la hierba húmeda y respiró la fragancia nocturna de la vegetación. Solo había un elemento disonante en aquel precioso y único momento de tranquilidad: ese zumbido intermitente que reverberaba en sus oídos, haciéndose cada vez más grave, más fuerte, más y más próximo…

—¡Ilargia! —Madt continuaba llamándola mientras intentaba levantarla—. Vamos chica, no podemos pararnos ahora, ya casi estamos.

Si le hubieran quedado fuerzas se habría carcajeado. Desde que escaparon de la granja, durante la alocada carrera que su desmayo había interrumpido, había escuchado esa frase un número de veces no inferior al centenar; y, aunque aquella vez fuera cierta, ni su cuerpo ni su mente estaban en condiciones de averiguarlo.

—Señor, dejadme —dijo a Madt—. Por favor, no puedo más. Abandonadme aquí.

—Vamos, chica, arriba. No podemos parar. Ya casi estamos.

Ilargia creyó que su brazo iba a ceder a los tirones de Madt y desprendérsele. A desgana, comenzó a incorporarse, mientras las partes de su cuerpo dañadas en la caída manifestaban su descontento por los cauces nerviosos habituales.

—Arriba, princesa. —Madt le pasó un brazo por el hombro y reanudaron su huida.

Sus perseguidores, los compañeros de Espolón, habían vuelto a la granja apenas finalizó el combate. Madt y ella los vieron entrar justo cuando ellos abandonaban los campos labrados, internándose en la maleza a todo correr y sin poder guardar ya ningún tipo de precaución. A partir de ahí, el único rumbo a seguir era aquel donde la espesura fuera lo más alta y salvaje posible para ocultar su rastro. Durante ese último tramo, Ilargia alcanzó una y otra vez su tope físico y mental, forzándose a superarlo durante una jornada que le pareció eterna. Con la noche cerrada, la sensación de peligro se hizo menos acuciante, su cuerpo comenzó a relajarse y el cansancio y la gravedad hicieron el resto.

—Señor, dejadlo ya. —Ilargia se desprendió del abrazo de su compañero y volvió a detenerse—. Es inútil, no lo vamos a lograr.

—Claro que sí, ya casi…

—Madt —cortó Ilargia—, se acabó. Continuad vos, éste es el final de mi camino.

Él la miró cariacontecido. Cediendo al fin, la cogió de la mano y la guió a una pequeña zanja cubierta de arbustos.

—Muy bien, descansemos un poco.

Se acomodaron entre las ramas y se sentaron uno al lado del otro, tratando de hacer el menor ruido posible mientras sus cuerpos reasignaban las energías empleadas en la carrera hacia otras funciones. No muy lejos, un lecho de hojas secas crujió bajo el peso de Bruma, que aprovechó el descanso para lamerse la herida que la daga de Espolón había abierto en su costado. Ilargia notó un desagradable regusto ácido en su boca, lo que le extrañó ya que no recordaba haber vomitado, pero una rápida inspección a los jirones en los que se había convertido su vestuario se lo confirmó: el inmaculado raso blanco de antaño estaba ahora convertido en un explosivo crisol de colores y texturas.

—Madt —dijo casi sin fuerzas—, ¿qué pasó en la casa?

—¿A qué os referís?

—A lo… a lo que hice, a vos. —Ilargia señaló para ayudarse—. Vuestra pierna. ¿La curé, no es cierto? ¿Cómo?

Madt permaneció en silencio. Aunque el rostro de su compañero se encontraba fuera de su campo visual, ella podía sentir su mirada.

—Sí —le dijo al fin—. Sí, lo hicisteis.

—Pero, ¿cómo? Nunca antes había hecho algo así.

Ilargia no tenía un recuerdo claro del incidente. Tras caer sobre el sillón, una sensación desconocida la inundó, como si una parte de su organismo aletargada hasta ese momento se despertara y le dotara de un nuevo sentido. En su visión de la escena se superpuso un esquema de patrones luminosos sobre los cuerpos de los contendientes. La pierna herida brillaba rojiza. Asustada, cerró los ojos y trató de expulsar la acumulación de energía que sentía como un escozor en la parte posterior de sus globos oculares. Su misma esencia vital comenzó entonces a abandonarla y ella no supo cómo detenerla. Tras unos instantes de pánico, el efecto pasó y el escozor se trasladó a su pierna, dejándola insensible por un tiempo.

—No sabría explicároslo, no soy la persona adecuada.

—Por favor, intentadlo.

—Magia. Una especie de magia, al menos —comenzó Madt—; como he dicho, no es un área de conocimiento en la que destaque. En este mundo existen muchos tipos de magia, todos ellos conectados a las distintas formas de energía que lo rigen. En este caso, vuestras habilidades están ligadas a la más poderosa de todas, la vida misma.

Ilargia se miró las manos, de las que había surgido la extraña luz azulada. Ahora le parecían absurdamente vulgares, con sus uñas sucias, su cortes resecos y sus pequeñas manchas cutáneas.

—¿Por qué yo? —preguntó.

—No se puede saber con certeza, su activación puede deberse a un solo factor o a la combinación de varios: herencia maternal, estudio de técnicas curativas, retiro espiritual…

—Mis padres…

—Quizás. —Madt se encogió de hombros—. En cualquier caso, la habilidad puede permanecer latente durante toda la vida, o manifestarse en cualquier momento después de la pubertad. En vuestro caso, creemos que vuestra infancia en el templo y el tiempo empleado en la oración y servicios curativos fue lo que la alimentó.

—¿Y cómo funciona? Es decir, ¿podré volver a usarla, a curar cualquier herida?

—No es tan fácil. No es una energía infinita y todopoderosa, y no sois vos quien la generáis, tan solo sois un… canalizador, podría decirse. Por lo que tengo entendido, no tendríais problemas en curar heridas menores, puede que enfermedades, quizás algunos casos más graves…

—¿Como la muerte?

—No —respondió él tajante—. Nunca, ni siquiera lo intentéis, no poseéis los conocimientos ni la práctica necesarios para lograr tal cosa. Además, cada activación se cobra un precio equivalente en vuestro organismo. ¿No notasteis nada raro tras usarla?

—Mi pierna se quedó rígida durante un buen rato —contestó Ilargia y sopesó unos instantes sus próximas palabras—. Lo sabíais, ¿verdad? Es por esto por lo que montasteis esa mascarada en la cárcel, por lo que se han perdido cuatro vidas ya. Por esta… magia, estos poderes.

—Sí. —Madt se echó a un lado para poder mirarle a la cara—. Sí, así es. Iba a esperar a estar más tranquilos para hablar pero las cosas, bueno, nada ha salido como esperábamos, ¿verdad? —Su sonrisa estaba demasiado desgastada para resultar convincente—. Quién sabe si tendremos otro respiro, así que aprovecharemos éste. Comenzaré por el principio, por Drave.

—Ya os dije que pertenecemos todos a la misma organización, ¿cierto? —Se acomodó contra la pared de su escondite mientras Ilargia asentía en silencio—. Pues él es el fundador, él y su esposa, Ámbar. Los dos dominan la magia, la que por naturaleza corresponde a su raza. Disculpad, se me olvidó comentarlo: ambos son elfos oscuros. Como decía, fue su familiaridad con la magia la que les permitió percibir vuestro poder, encerrado en las mazmorras de palacio, y comprender su valor. Tras discurrir infinidad de planes para sacaros de allí, fui yo quien propuso la idea de una infiltración. Arriesgada, sin duda, pero mis conocimientos de palacio me convertían en la mejor opción para salir victorioso, como así ha ocurrido. Esta noche debíamos encontrarnos, y ellos se encargarían de explicaros mejor la situación y solicitaros ayuda para nuestra causa. Por desgracia, ya no creo que eso sea posible. Noto vuestra animosidad, señora; de acuerdo, tenéis todo el derecho del mundo a sentiros utilizada, pero pensad que estamos hablando de beneficiarnos mutuamente.

Ilargia trató que su cara no reflejara sus auténticos sentimientos.

—¿Cómo me encontraron? —preguntó.

—¿Cómo hacen los magos lo que hacen? —rió Madt— Puede que a sus ojos, o a sus sentidos, quizás… Supongo que la magia reconoce a los suyos.

—La magia que practican, ¿afecta a los sueños?

—¿Sueños? —Madt recapacitó—. No lo sé. Como digo, no es un campo que domine.

Ilargia no supo dilucidar si decía la verdad o no.

—Pero nunca he practicado esa magia —dijo—, ni siquiera la conocía hasta hace unos momentos.

—No de forma consciente, pero ha estado protegiéndoos todo este tiempo. —Madt le cogió las manos y apretó donde esa mañana un animal desconocido la mordiera—. ¿Os duele? No, ¿verdad? Buscad la herida. —Así lo hizo: las marcas de colmillos se habían borrado de su piel—. Contaos los dientes, buscad caries; ni llagas en la boca, ni heridas en la piel, ni malnutrición. Vuestra salud sería formidable para cualquier persona de vuestra edad en circunstancias normales, no digamos para alguien que ha pasado tantos años desprovista de luz y con el alimento justo para seguir viva.

—¿Cuántos años? Por favor, la verdad. —La firmeza de su voz se resquebrajó conforme completaba la frase.

Madt meditó unos segundos antes de decir:

—Ocho años. Lo siento mucho.

Ilargia no oyó la disculpa de su compañero. Todo su mundo se había reducido a un número. Ocho. Casi la mitad de su vida había transcurrido entre aquellas paredes, sola en la oscuridad. La idea de volver allí la derrotó. Se encogió y los sollozos escaparon a su control. Madt la rodeó con los brazos y ella enterró el rostro en su pecho.

—No puedo volver —dijo entre lágrimas—. Por favor, no dejéis que me vuelvan a coger, prefiero morir a volver a aquel agujero. Prometedlo.

—No nos cogerán, os lo prometo.

—No. —Ilargia alzó la cara buscando la de su compañero—. Prometed que no dejaréis que me devuelvan a la celda. Si nos capturan, haced lo que mejor se os da e impedid que me cojan con vida.

Ilargia miró directamente a los ojos de Madt. A través de las lágrimas, pudo ver cómo una sonrisa familiar brotaba de nuevo en su rostro.

—No nos capturarán, no lo permitiré. —Alargó la mano y la posó sobre su mejilla, enjugando sus lágrimas—. No estamos solos, niña, y no queda mucho para que todo esto termine. Y después os espera el resto de vuestra vida para que la disfrutéis. Confiad en mí.

Ilargia mantuvo la mirada en su rostro, que intentaba mantener su habitual expresión de seguridad y cinismo, pero una grieta había surgido en la armadura emocional, dejando expuesto un atisbo de su verdadero yo. Sus brazos seguían rodeándola, haciéndole sentir protegida y tremendamente frágil al mismo tiempo.

El dueño de los rasgos que ahora estudiaba, un absoluto desconocido apenas un día antes, se había convertido durante aquella jornada en el centro de su existencia, sacudiéndola por completo. Su olor, su tacto, su respiración, el color gris de sus ojos habían adquirido un lugar preferente en su pensamiento. Cuando todo lo demás peligraba aquel hombre parecía ser, lo quisiera ella o no, su única constante. Esas reflexiones debieron filtrarse hacia su rostro, ya que la expresión de Madt cambió, ensanchando aún más la grieta. Ese pequeño gesto generó el impulso que hizo a Ilargia aproximarse a él y besarle.

Sus labios, torpes e inexpertos, no encontraron acomodo al principio, moviéndose por la superficie de su boca como dos cachorrillos explorando por primera el cuerpo de su madre. Su vello facial le cosquilleó la nariz; contener la sonrisa le confirió la voluntad necesaria para ladear su postura, facilitando el acercamiento. Conforme pasaba el tiempo una reconfortante sensación la fue invadiendo, explotando en una ola de efusividad cuando, tras unos titubeos, él le devolvió el beso con firmeza. Los cachorros encontraron una guía más experimentada, y obedecieron sumisos las órdenes que les llegaban por sutiles variaciones en el contacto. Y así permanecieron, compartiendo la dulzura de sus labios en la noche, hasta que él se separó, mirándola confundido.

—Lo lamento —dijo ella apartando el rostro—. No debí hacerlo.

—No os disculpéis —contestó Madt con voz átona.

—No creáis que… quiero decir, no pretendía… —Ilargia se sentó de nuevo mirando al frente, tratando de ocultar con pudor las reacciones que aquel momento de intimidad compartida había despertado en su cuerpo—. Sentía curiosidad.

Permanecieron sentados hombro con hombro, mirando incómodos al frente, en silencio.

—¿Ha sido vuestro primer…?

—Sí. —La respuesta surgió de Ilargia con más brusquedad de la que ella pretendía—. Sí —repitió más suave antes de embarcarse en la ardua tarea de pensar algo apropiado que añadir. Madt se le adelantó.

—Supongo que creciendo en un templo no tendríais muchas oportunidades de… experimentar.

—No, no muchas. Allí solo vivíamos mujeres, mis hermanas y yo.

—Pero recibíais muchas visitas, según me dijisteis, gente que precisaba vuestros servicios curativos. Me cuesta creer que ninguno reparara en vos e intentara cortejaros. ¿Os prohíben ese tipo de actividades?

—No exactamente. —Ilargia suspiró—. No nos están vetadas las relaciones, podemos incluso casarnos; por desgracia, no nos está permitido tener hijos.

—¿A las defensoras de la vida no se les permite engendrarla? Parece un poco contradictorio.

—En nuestras creencias, todo hijo de Ilahe debe ser tratado por igual, y tener uno que considerar como propio nos haría darle un trato de favor, aunque fuera inconscientemente. Por los motivos que fuera, el no poder tener descendencia nos convertía en unas esposas poco demandadas.

—Bueno, la ausencia de una licencia por escrito no impide la práctica, si entendéis a lo que me refiero. De hecho, y por lo que tengo entendido, ni siquiera es necesario que los dos miembros de la pareja deban ser de distinto sexo.

Ilargia se giró ruborizada ante el comentario y su enfado encontró una familiar sonrisa esperándolo. Con un suspiro de resignación, volvió a mirar al frente, apoyando la cabeza en el hombro de su compañero.

—Ignoro en qué antro libertino os criasteis, pero en nuestro templo no seguíamos «prácticas» de ningún tipo. Además, era casi una niña cuando me capturaron, y apenas había empezado a mostrar interés por los chicos.

—Por muy halagado que me sienta, lamento haber sido vuestra introducción en el muy estimado mundo de los placeres carnales. —Madt le pasó el brazo sobre el hombro y la atrajo hacia sí, apoyando su cabeza en la de ella—. Por fortuna, disponéis de una larga vida por delante para enmendarlo —finalizó, dándole un cariñoso beso en el pelo antes de quedar de nuevo en silencio. Ilargia se acomodó contra él, sintiendo cómo la fatiga sofocaba la excitación inicial y aplastaba sus párpados.

—¿Os habéis enamorado alguna vez? —preguntó somnolienta.

—Deberíais centraros en recuperar las fuerzas para que podamos seguir moviéndonos.

—Por favor, me gustaría saber algo de vos.

A través del contacto con su hombro percibió la aceleración de su pulso.

—Sí —contestó al fin—. Una vez, hace tiempo.

—¿Cómo era ella?

—No veo que esto sea importante para…

—¿Cómo era?

Madt meditó en silencio. La voz que volvió a la conversación no era la misma que la había comenzado.

—Era todo lo que alguna vez haya podido desear, y más: era mi amiga, mi compañera, mi amante, mi vida entera.

Una Ilargia más despierta se habría estremecido.

—¿Y ella os quería?

—Sorprendentemente, sí; eso decía, al menos, y parecía bastante convincente al hacerlo.

—¿Qué pasó?

—Nada. —Madt suspiró—. Todo. La vida, por desgracia, no se rige por las mismas reglas que las narraciones románticas, y no siempre el amor mutuo es garantía de una vida juntos y felices. Tuvimos nuestro momento, pero pasó, como la felicidad que compartimos. Como en toda historia que no se termina de narrar a tiempo.

Madt la observó mientras su respiración se tornaba más profunda y regular. Pasó los dedos por las raíces de su cabello, separándolo con delicadeza mientras velaba su sueño en el silencio nocturno.

—¿Dormida? —preguntó una voz.

—Sí —contestó Madt secamente.

—Conmovedora historia, debo decir. Mejor que la verdad, sin duda.

—He de confesar que te echaba de menos. Desde la última vez que nos vimos, cada vez que atravesaba un corazón o rajaba una garganta, era tu cara la que veía.

—Halagador, conservas tu toque.

—Por supuesto, estamos rodeados, y al más mínimo movimiento que haga tus hombres se me echarán encima.

—Por supuesto.

—¿Hablábamos demasiado alto, así nos habéis encontrado?

—Vuestro felino porta un escape; su fidelidad manteniéndose a vuestro lado nos proveyó de un conveniente rastro sanguinolento.

—Una fuga menor, comparada con la que dejé en tu compañero.

La voz de Grillete calló para cargarse de rencor antes de proseguir.

—Felicitaciones, vuestra lengua no se ha embotado con el tiempo. Reposadla junto a vuestra compañera; cuando emerja el sol os escoltaremos a palacio y, si el Regente estima, me encargaré de conducir vuestro interrogatorio. Creedme, no será rápido ni agradable.

 

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Escritor, autor de "Dragones Negros"