Dragones Negros | Capítulo 3

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03.
Alfil

 

Si lo meditara con frialdad no encontraría ningún motivo para seguir viviendo, por lo que intentaba no pensar en ello; en su lugar, pasaba la mayor parte del tiempo rezando. La ausencia de luz natural le impedía establecer ningún tipo de horario, así que comenzaba las oraciones tan pronto se despertaba, y las alargaba mientras su cuerpo lo permitía. Cuando las rodillas comenzaban a palpitarle de dolor, se levantaba a estirar los músculos; recorría entonces la estancia, rozando las paredes con la mano y contando las piedras una y otra vez, asegurándose de que las cifras se mantenían inalterables. La celda carecía de ventanas y estaba casi siempre a oscuras, pero se acostumbró a la escasez de luz a los dos días de estar allí.

Tras un número indeterminado de vueltas, se sentaba en el mismo sitio en que lo hiciera el día anterior y realizaba cálculos mentales, sonriendo al ver que continuaba obteniendo los mismos resultados que cuando inauguró aquella rutina. A continuación se tumbaba en el suelo y relajaba mente y cuerpo, dejando vagar la vista por el techo. En el tiempo que llevaba allí había sido testigo del casi imperceptible crecimiento y evolución de una flora y fauna sorprendentemente rica: había conocido innumerables generaciones de insectos, visto crecer, reproducirse y morir diversos tipos de hongos, y presenciado el encarnizado enfrentamiento por el control de las esquinas que mantenían las filtraciones de humedad contra el musgo.

Ese día (o noche) presentaba una actividad residual, dejándose ver tan solo un par de escarabajos que identificó como Ron IV y Quelina. Trató de localizar a Ron III, pero se conoce que el patriarca de la familia no se sentía sociable y había preferido permanecer en la madriguera.

El ruido de la bandeja golpeando el suelo solía sacarla de su ensimismamiento. El carcelero era una presencia casi etérea para ella, entrevista apenas unos segundos cada vez. Los primeros días trató de hablarle para averiguar el motivo de su encierro, pero dejó de hacerlo el día que, llevada por la desesperación, sacó un brazo por el ventanuco de la puerta y le agarró de la camisa. El porrazo que recibió, y el quedarse tres días sin comer, la disuadieron de intentar volver a sacarle palabra alguna. Desde entonces, aguardaba en silencio a que se fuera, engullía la comida sin saborearla demasiado, y se dirigía al rincón de la sala donde hacía sus necesidades. Estaba compuesto por un desvencijado tablón colocado sobre un agujero a modo de letrina, con una reja encajada a medio metro de la superficie. Al principio pensó que había sido instalada para evitar que alguien saliera de la celda, pero movimientos furtivos, y el brillo de pequeños ojos observándola desde la oscuridad inferior, le sugirieron que tal vez su función fuera impedir que algo entrara.

Una vez aliviada, se dirigía al camastro situado en el lado opuesto de la celda y que constituía todo el mobiliario de la misma. Tumbada sobre él, mantenía la mente en blanco hasta quedarse dormida.

Los sueños eran sin duda lo peor; los más habituales, escalofriantes pesadillas en las que se encontraba a sí misma tumbada en la oscuridad, incapaz de realizar el más mínimo movimiento, y descubría horrorizada a alguien junto a ella: una presencia que la miraba pronunciando una letanía ininteligible hasta que alargaba una mano para tocarle, momento en el que solía despertarse.

Pero los que de veras le afectaban eran aquellos en los que regresaba a la época compartida con sus hermanas en el templo, y rememoraba los felices años dedicados a sanar a sus semejantes según las enseñanzas de la diosa Ilahe, hasta que sus propios sollozos la despertaban. En esos instantes deseaba con todas sus fuerzas poder llorar para obtener así algún tipo de desahogo, pero había agotado sus lágrimas mucho tiempo atrás.

Esa noche (o día) reflexionaba sobre aquello echada en su camastro, cuando un ruido al otro lado del muro la sobresaltó. La presencia de un prisionero en las celdas contiguas era inusual pero siempre bien recibida, ya que constituía su única oportunidad de escuchar otra voz humana.

—¿Oiga? Señor —llamó—. O señora… ¿Puede oírme?

Se sentó junto a la pared, esperando respuesta; solo alcanzó a oír gruñidos sobre un tintineo metálico.

—¿Oiga? ¿Se encuentra bien?

—¿Bien? —La voz del hombre resonó en la quietud de los calabozos—. Bueno, la cadena del brazo me aprieta un poco, tengo un chichón que duele como un demonio, y no recordaba estar en una celda la última vez que desperté. Por lo demás —concluyó—, estoy de coña, chiquilla.

Ella se apartó de la pared, sorprendida.

—Lo siento, señor. No pretendía ofenderos.

—No, discúlpame tú a mí: tiendo a ser un poco huraño cuando me despierto maniatado en el interior de celdas oscuras. —El sonido de las cadenas variaba su volumen mientras hablaba—. Bonito sitio —continuó el hombre—. Por el olor a humedad y la falta de luz deduzco que nos encontramos en los subterráneos del castillo, ¿cierto?

—Sí, señor —contestó ella—. En el segundo sótano. ¿Por qué…?

—Estaba inconsciente cuando me trajeron —le cortó el desconocido—. Segundo sótano, un nivel por encima de las alcantarillas, muy apropiado —rió—. ¿Cuánto hace que me trajeron?

—Es difícil medir el tiempo aquí dentro, pero cerca de una hora, tal vez. ¿Por qué motivo le han encerrado?

—Una discusión sobre monarquía en una taberna: mis contertulios se negaban a admitir la irrebatibilidad de mi razonamiento, por lo que cambié la contundencia de mis argumentos por la de mis puños. —La entereza del hombre la desconcertó, ya que estaba más acostumbrada a llantos y balbuceos en los recién llegados—. ¿Y a ti? Tus modales no son los habituales de este tipo de sitios, chiquilla.

—Mi nombre es Ilargia —contestó—. Crecí en un templo en las montañas, al oeste de Mirtis, donde me instruyeron siguiendo las enseñanzas de la Diosa de Plata.

—El Culto Lunar —dijo el extraño—. El más antiguo de esta tierra, anterior incluso a la creación del reino, según dicen.

—Sí, señor. Un día, los soldados del Rey quemaron el templo y capturaron a sus habitantes, encerrándome aquí, pero desconozco qué razón…

—La Purga.

—¿Cómo?

—Es el nombre con el que se le conoce vulgarmente, me extraña que no te suene —contestó el hombre—. Hace un tiempo, se declaró un edicto real por el que quedaba prohibido cualquier tipo de culto, rito o manifestación, tanto religiosas como mágicas, en todo Vitalis. Mucha gente fue detenida por los hombres del Rey, y muchos más desaparecieron sin dejar rastro.

—Pero, ¿por qué? —La voz de ella tembló—. Mi orden es pacífica, nuestro objetivo proteger la vida. ¿Qué motivo podía haber para…?

—Nadie lo sabe —le cortó de nuevo el extraño—. Fue una época sangrienta y confusa, y no hay demasiada gente interesada en escarbar en ella.

—¿Cuánto hace?

—¿Cómo?

—Esa época, la Purga —continuó Ilargia—. Habláis de ella como de algo ocurrido hace tiempo. ¿Cuánto tiempo, señor? ¿Desde cuándo estoy aquí?

Ilargia apoyaba las manos en el muro, esperando con ansia una respuesta que tardaba eones en llegar.

Sintió los ojos arder cuando las lágrimas comenzaron a brotar.

—Por favor, señor…

El hombre comenzó a toser con violencia; Ilargia retrocedió, sobresaltada.

—Señor, ¿os encontráis bien? ¡Señor! —gritó con impotencia—. Carcelero, este hombre se está ahogando. ¡Carcelero!

Un sonido de pasos aproximándose con rapidez llegó desde el pasillo, siendo sustituido por el crujido de una puerta al abrirse.

—¿Qué es este alboroto, escoria? —sonó la voz del carcelero—. ¿Tienes problemas para respirar? Tranquilo, te ayudaré a solucionarlos.

Un golpe seco silenció el escándalo. Ilargia pegó la oreja a la pared, escuchando con atención. Solo alcanzaba a oír un desagradable gorjeo sobre un repicar metálico. Tras unos segundos, el ruido cesó; más pasos y el sonido de la puerta cerrándose fue lo último que oyó.

—¿Señor?

Ningún sonido llegaba ya del otro lado del muro. Abandonó la pared y se sentó en el centro de la celda, con la cabeza entre las rodillas. ¿Cuánto tiempo? —pensó. Las lágrimas comenzaron a fluir, abriendo surcos en la suciedad de sus mejillas.

La puerta de su celda se abrió. Ilargia dejó escapar un grito y reptó atropelladamente hacia un rincón, huyendo del rectángulo de claridad que se dibujaba en el suelo. Se protegió los ojos mientras sus retinas se ajustaban al resplandor, que cubría la estancia de tal cantidad de nuevos detalles que tuvo la impresión de estar viéndola por primera vez en su vida. Poco a poco pudo dirigir la vista hacia la puerta, en cuyo umbral observó postrado el cuerpo del que, por el uniforme, supuso era el carcelero: la lengua colgaba flácida de su rostro amoratado, y una gruesa cadena le rodeaba el cuello.

Alzó la mirada y descubrió de pie junto al cadáver la silueta de un hombre joven, de constitución robusta y pelo negro rizado hasta los hombros; portaba unos pantalones como única vestimenta, y por su pecho y brazo derecho se extendía una extraña erupción. Al cruzar las miradas, sus ojos le sonrieron.

—Disculpa mis modales, Ilargia: mi nombre es Madt. —Alargó una mano hacia ella mientras la sonrisa se extendía por su boca—. Sería preferible continuar nuestra conversación en un sitio más agradable, ¿no te parece?

 

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Escritor, autor de "Dragones Negros"